Pero qué hambre me dio de repente. Son las tres y cuarenta y cinco minutos de la tarde, almorcé hace apenas dos horas. ¿Por qué me abraza esta apetencia con tanta furia? ¿Y mi nevera? Bueno, mi nevera vive compitiendo con mi cartera a ver cuál permanece más vacía. Al parecer esta vez ha ganado la nevera, pues en ella hay tan solo dos tristes hojas de lechuga y en la billetera hay dos alegres hojas de papel moneda.
Aguarden, estamos en plena cuarentena. Lo que significa que todos los negocios de alimentos cerrarán en quince minutos. Si quiero ir a comprar algo debo salir ¡De inmediato!
Corro lo más rápido posible: una media, la otra media, el pantalón, un zapato, el otro zapato, ¡Péinate! antes de ponerte la camisa, para no embarrarla de gel fijador. Camisa puesta y ahora sí ¡A correr!
No espera… ¡La mascarilla! Listo, ahora sí.
La zozobra de mi andar se postra frente a la razón y no reparo siquiera en meditar si el elevador podría haber estado detenido en mi piso. Solamente me lanzo escalones abajo procurando estrechar con fuerza el pasamano blanco descolorido. Un asidero de escalera compensada que me mantiene al centro del paso en una fabulosa armonía de fuerza centrípeta y gravedad, cual luna orbitando la Tierra.
Finalmente me hallo aquí frente a ti: Campo Claro. Zona de rememoración, de cotidianidad y de ulterior subsistencia.
¡Comienza el recorrido!
Tras pasar la estación de gasolina está el kiosco, ese kiosco. Recuerdo que justamente ahí compré mi primer periódico a mis siete primaveras. Pero años de difícil situación económica, y una dudosa administración, han dejado al pobre kiosco con tan solo su mínimo producto de subsistencia: las revistas. Ya ni caramelos tienen.
Ahora pasamos por Vami. Aquel negocio de productos deportivos donde mi papá me compró mis pelotas de fútbol, mi equipo de baseball, mis pelotas de tenis: Todos los utensilios que hubiese requerido el niño deportista que jamás fui.
Justamente ahí al lado está El Greco. Taberna restaurante que, a pesar de sus décadas de existencia, nunca me molesté en conocer, hasta hace sólo un año atrás. Comida sabrosa, mediterránea y gourmet. Qué buenas pastas y paellas deleitamos mi mujer y yo en este lugar. Hasta aquel terrible día en que un perro callejero mordió a mi esposa frente al restaurante y los empleados del establecimiento se rieron en lugar de brindar una mano con tan engorrosa situación. Desde entonces, y con un orgullo herido, decidimos saborear estas comidas en otro lugar.
Siguiente local: D’ Gala, tintorería de lujo. Pobre negocio. Cerró sus puertas mucho antes de la cuarentena. ¿Cómo puede sobrevivir una tintorería en una zona con tanta escasez de agua? Recuerdo que mi mamá me llevaba a arreglar los edredones y las camisas elegantes. Pero de eso apenas tengo memoria.
Justo al lado están ellos: El Restaurante Tai – Fu. Comida china de calidad regular, pero de precio oneroso. A mi mente se vislumbran todos aquellos potes de arroz frito que comí en mi adolescencia, provenientes de ahí. Jamás me gustó el lugar, ni su atención, pero era una opción aceptable por su proximidad. No me abrió el apetito ni un poco pasar frente a ellos, así que sigo mi camino.
Ahora veo esta pared de yeso y cemento. Una pared que oculta las ruinas de tres locales. Tres locales que otrora fueron: un cyber café, una librería y una almuercería. Pasé más de mil horas en aquel cyber café. La mitad del tiempo se me fue jugando GTA Vice City, FIFA 2005, Counter-Strike y GunBound. La otra mitad se fue chateando por msn, y no, no hablo del chat de Facebook, hablo del msn original. Cuando Facebook no había nacido, ni siquiera en la imaginación de Zuckerberg. Cuando nadie hablaba de redes sociales. YouTube era un neonato y cuando el celular más avanzado del momento era el Motorola RAZR V3.
Camino por la acera, pero al ver a mi izquierda advierto el asfalto. Esa icónica calle donde aprendí a manejar. Donde fui atropellado y donde atropellé a aquel señor. (Sí, pues… hoy por hoy soy buen conductor, pero nadie nace sabiendo).
Un momento… la calle ha terminado, debo devolverme.
¿Y ahora qué? He dado la vuelta a toda la calle, pasé por cada negocio y medité todas mis opciones.
Los policías han llegado patrullando y al cotejo del cierre de los locales. He perdido mi oportunidad de comprar algo que sacie mi… ¿Mi qué?, ¿Mi hambre?, pero si ya no tengo hambre. ¿Qué ha pasado?
¿Cómo es posible que mi hambre haya desaparecido? Eso jamás me pasa. Soy un gordo voraz, mi hambre no desaparece de la nada. Esto no tiene sentido.
Camino de vuelta a mi casa antes de que me reprenda un oficial impertinente, y al andar, me cuestiono con cavilación: Sé que tenía hambre al salir. Sé que desde que ese primer impulso de alimentarme llegó a mi conciencia me cuestionaba qué podría comer. Si bien no hallé nada que me abriera el apetito, eso sólo justifica el por qué no compré nada, pero no explica por qué ya no quiero nada. ¿Cuál es la respuesta de este enigma?
Y es ahí cuando cae como peso de plomo a mi cabeza la respuesta clara y evidente:
Tú, sucio y capcioso inconsciente. He sentido ganas de pasear desde hace días y mi temor al contagio no me lo había permitido.
Tú, estafador subconsciente. Me hiciste creer que tenía hambre y, al parecer, sí la tenía. Pero no de bocadillos, ni comestibles. A ti no te preocupan esas cosas… tu hambre era sólo de remembranza y evocación. Pura y cándida nostalgia eran tus motivos clandestinos.
Está bien, no me enfado. Más bien disfruté de esta caminata.
Buen provecho… área enigmática de mi ser.
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