GILDA.
La ciudad y sus avenidas principales languidecían a medida que pasaban las horas; el tráfico vehicular cesaba y el silencio callaba el esplendor nocturno que siempre existía en el Gran Santiago. La maldición del virus, infame enfermedad, asolaba la lucidez, el pensamiento, de los que aún transitamos por el barrio de Providencia, solo quedaban algunos rezagados, autónomas en el peregrinar por las calles que volvían presurosos de sus trabajos. Una sirena azuzaba pidiendo ceder el paso, entre maldiciones, mientras la pandemia, con su guadaña asesina, seguía mutilando a la descuidada población.
Era tarde ya cuando decidí irme a casa, la conversación y los tragos con mis amigos se había prolongado más de lo acostumbrado y el permiso de circulación expiraba.
Iba saliendo apresuradamente del Club Passapoga, en busca de mi auto, cuando sentí a mi espalda una voz suave, acariciadora, que creí reconocer.
—¡Jorge, espera! ¿Para dónde vas tan apurado?
Frené mis pasos y me volví, justo cuando ella llegaba a mi lado. Era una rubia despampanante, que me miraba con aire divertido al sentir que me esforzaba en recordarla:
—¿Eres por casualidad Gilda? Claro, la flaca Gilda. ¿Santo cielo, tanto tiempo sin verte? Que linda que estás.
—Hace un buen rato que te observaba, te divertías con tus amigos, luego salí a saludarte; no has cambiado nada. Perdona, es un fastidio el tener que irme, es tarde, pero desearía encontrarme contigo, aquí mismo, cualquiera otra noche. Hasta pronto Jorge.
Era la acostumbrada despedida de Gilda. Como siempre, apurada.
Un día, mientras regaba el jardín y mis pensamientos sucumbían a los recuerdos con Gilda, en una lejana época, observé que un muchacho se acercaba hacia mí. Me observaba cautelosamente mirando todo alrededor.
— Una señora que lo conoce le envía esta nota, por favor no la lea ahora.
Traté de preguntarle algo, pero no me dio lugar. Se retiró a pasos agigantados de nuestra vista.
En su nota Gilda me decía que necesitaba conversar conmigo. La curiosidad de saber de ella me hizo salir presuroso de mi casa, se paseaba por la vereda, cuando me vio. Botó el cigarrillo y me señaló un lugar, el más oscuro para reunirnos.
—Quiero pedirte un favor, soy mujer y no puedo mezclarme con todos esos hombres que frecuentan el Club. Es un lugar muy contaminante y debo cuidarme. Don Luis, el encargado, tiene que darme un paquete con una ropa, conversa un rato con él, luego te pasará un bolso. Te esperaré aquí.
Que problemáticas son estas mujeres, pensaba yo, mientras atravesaba el enorme salón, al momento llegó don Luis, seguro que me esperaba. Me entregó una bolsa, en forma muy cautelosa, esperando que no hubiera nadie para escucharlo:
—Dígale a Gilda que le entrego todo, no quiero tener problemas con nadie, ella ya sabe a lo que se expone. Ud. aléjese de ella, se podría quemar.
Salí presuroso, inquieto. ¿Por qué Gilda podría dar problemas?
Ella estaba clavada en el mismo lugar, esperando. Le entregué su bolso y me despedí rápidamente tratando de escapar de alguna conversación posterior. No sirvió de nada, me tomó de un brazo y me llevó presurosa hacia un auto que la esperaba.
Me sentía acorralado, sería una estupidez dejarla sola, además era muy hermosa y lo pasaría bien. Al entrar a su departamento, mi mente se nubló, comenzando a traspirar; tiró lejos la mascarilla, se sacó los zapatos y parte de su ropa; al mirar mi estúpida cara, me regaló una vista fenomenal a su espigada figura. Sonriendo, con pasos de gacela, abrió un pequeño bar, ofreciéndome un Chivas Regal.
Me entusiasmé, sabía de gustos la condenada. Cuando se sentó, con su cuerpo apegado al mío, me olvidé de todo. Me serví el contenido de mi vaso de un golpe y esperé la acometida que se veía llegar. Gilda es una hembra fenomenal, cada movimiento de ella es un espectáculo, su ropa parece explotar. Me acercó su boca y le aplasté el tremendo beso. Mientras lo hacía, mis manos no estaban quietas, sus jadeos se hicieron notar más cuando atrapé su minúsculo calzón. Me abrió el pantalón ansiosamente, mientras esperaba en forma delirante lo que estaba por venir… La poseí como nunca en mi vida lo había hecho, me sentí otro. Había florecido en mí la parte bestial, escondida durante mucho tiempo y la consumación de la pasión me llenó de paz.
El amanecer no existió, dormí hasta que el hambre me despertó. Me levanté sin sentir la presencia de Gilda, había dejado una nota explicando su ausencia.
Aspiraba el café, fuerte, amargo, cuando empezaron a aporrear la puerta. Extrañado, la estaba abriendo, mas ésta me golpeó salvajemente, la habían pateado. Se echaron encima de mí sin darme posibilidad de defenderme; al ver que ya estaba casi inconsciente me levantaron.
—¿Dónde está? Bramó el que parecía ser el jefe.
—¿Quién? —Me atreví a hablar. Desgraciadamente no le gustó mi respuesta, me llegó la bofetada.
—Gilda, la puta de mierda. Larga lo que sepas, porqué de aquí no saldremos, hasta que nos digas donde está lo que buscamos o te saquemos el pellejo a patadas. ¿Dónde escondió el bolso, el polvo?
—Jefe aquí hay una nota. Le dice a este imbécil que salió y quizás llegue esta noche.
—Creo saber dónde fue, vámonos, pero antes, para que no te olvides de nosotros, cabrón, aguántate este regalito.
Me partieron la boca a puñetazos, además de varias patadas en las costillas. Cuando se cansaron de darme golpes y groserías, abandonaron el lugar. Luego de un rato, me levanté como pude, buscando ansiosamente la botella; la despaché de un solo trago. Con dificultad, más animado, logré salir allí.
Pasaba ya una semana. Mientras me restablecía, pensativo, hojeaba el periódico; algo fatal veía venir, lo sentía en el alma. Llegó el momento, y como un rayo todo reventó… mis lágrimas, sin poderlas contener, me inundaron. Mis últimos pensamientos, nublados por los recuerdos, solo fueron para ella, mi querida amiga Gilda.
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