Me agarré a mi hermana y juntas miramos los arreboles del atardecer sobre el calmo mar Cantábrico. Con nuestros pequeños pies del 35 colgando del muro; con el olor a salitre entrando intensamente por nuestros poros y con una cara más que conocida a nuestras espaldas lanzando fotos. Era su cumpleaños. Se había tirado un mes entero llorando porque creía que iba a pasarlo sola. Pero no.
Pocas horas antes, durante la noche, el que creía el hombre de mi vida corría presto a buscarme a la capital de las capitales. El foco de la pandemia. Mi cárcel durante 101 días. Mi castigo de pladur.
Un encuentro en la carretera a las 12 de la noche un tanto incómodo, muy distinto a lo que habíamos imaginado, fue lo que encontramos después de tres meses de carantoñas tras la línea telefónica. – ¿Qué pasa, tienes vergüenza?-, me dijo. Y le miré con ojos intensos. No era vergüenza lo que tenía, era tristeza…
Días antes había salido de mis 40 metros cuadrados de vida para pasear por Madrid. Zapatillas deportivas, mallas, sudadera… yo no quería pasear, lo que necesitaba era contacto humano. Pero me conformé con ver a gente más que variopinta intentando hacer deporte. «Nunca es tarde», dicen. Aunque para algunos me parece que sí.
Corrí mucho, hasta que tuve ganas de vomitar. Volví andando a mi casa detrás de otros tantos que regresaban obedientes al horario marcado. Como zombies. Todos en línea. Necesitaba cansarme para aguantar otra jornada de trabajo leyendo todas y cada una de las noticias de actualidad y seleccionando cuáles iba a leer la gente. Porque esos días sí leían el periódico. Y yo estaba detrás. De cada anuncio, de cada rueda de prensa, de cada cifra de muertes, de cada mentira…
El día 14 de marzo el Gobierno de España declaró el estado de alarma mientras yo hacía una barbacoa con él en el Gorbea. Solos. Con la brisa primaveral del norte, los rayos de sol entre los árboles, el olor de la costilla a la brasa… el día 15 de marzo tuve que coger un coche y marcharme a la que era mi casa desde hacía tres meses por razones que se escapan a mi control. Nunca se me olvidará su mirada. Nunca me volvió a mirar así. Nunca me volvió a mirar.
En Madrid se olía la muerte. Cada centímetro de calle estaba desierto. Cada mirada reflejaba dolor, cada cola para entrar al supermercado estaba cargada de tensión… solo había tristeza. Una tristeza que te obligaban a guardar en tu casa el resto del día. No vaya a ser que la vean.
El verano, sin viajes. El amor, sin billete de vuelta. La familia, arruinada. El trabajo, insoportable. El cuerpo, en encefalograma plano. Las risas, perdidas. Los amigos, olvidados. Lo único que nos quedaba eran las pantallas. Las malditas pantallas.
El día 14 de marzo de 2020, cuando ya había cientos de muertos por coronavirus, cuando ya había miles de infectados, cuando ya había decenas de familias rotas en España, el resto de las cosas buenas que quedaban por llegar estallaron en mil pedazos. Se fugaron.
Como la hojas en un día ventoso de otoño. Como los copos de nieve que vi caer desde una ventana sin vistas. Como las lágrimas derramadas durante 101 días. Como los sueños rotos de tantos, los abriles robados, las primaveras en búsqueda y captura, los veranos sin sonrisas de cerveza, sin olor a crema y sal. Como los inviernos que no terminan de llegar. Como el incesante tic tac de ese reloj que constantemente te recuerda que está pasando el tiempo. Como aquel mar calmo de Cantabria y el abrazo de mi hermana.
Efímero.
Como aquel amor que me esperaba a las 12 de la noche del 21 de junio en la carretera de mi barrio. Como aquel amor que ya no está.
Como todos los que se han ido.
Como la vida.
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