─Si tú no quieres salir quédate, pero a mí me apetece.
Así de contundente fue. No le importaba su parecer. Ni siquiera se volvió para ver su reacción. Estaba harto de permanecer entre esas paredes, cubierto por el mismo techo, pisando idéntico suelo. La calle le proporcionaría esa libertad de la que había sido privado durante mucho tiempo por un enemigo implacable e invisible que actuaba a su antojo seleccionando sus víctimas e, incluso, el grado de intromisión en las mismas, asomándose leve e imperceptiblemente a su interior o, en otros casos, acabando con ellas de la forma más cruel posible.
Ese elemento hostil no había huido de pronto, ni aún se retiró de manera discreta. Seguía escondido hábilmente para continuar su avance y conquista de nuevos individuos, su legítima causa. Pudiera ser que muchos de aquellos que circulaban ahora con alegría por la vía pública, que compartían saludos y, de nuevo, los abrazos casi olvidados por el forzoso confinamiento, fueran su objetivo en esos ansiados espacios abiertos donde se encontraban jubilosos los conocidos, amigos y familiares. Todos han olvidado el cuidado que debe seguir observándose. No hay más que echar un vistazo en derredor para darse cuenta de ello. Aún con las mascarillas puestas se otorgan besos a discreción, la gente se reúne en grupos donde las distancias son muy cortas, los transportes públicos van atestados como si ese pasado reciente no hubiese existido, y las indeseables colas para cualquier acto de la vida cotidiana se vuelven a formar como antaño, pegados al de delante y menospreciando el riesgo a que se ven abocados. La calle ha recuperado su esencia, la que reclamaba para sí desde hacía tiempo. Vuelve a ser el punto de encuentro humano que quiere retomar la rutina de ese tiempo pasado donde el fantasma vírico era una ilusión, pero lo cierto es que ya no puede ser de la misma forma.
Y aunque él ahora se encuentra rodeado de gente que deambula sin prisas, que disfruta del placer de tomar copas sentados al aire libre en la terraza de un bar, también observa una conducta insolidaria, una exposición a un peligro real y nada baladí. Se alegra de ver ese entusiasmo de nuevo en las calles, no hace mucho vacías, silenciosas, muertas. Sin embargo sabe que esa imagen es una situación pasajera. No se ha acabado con el invasor, simplemente se convive con él como un ejemplo de la necesaria superioridad del ser humano sobre algunos elementos naturales, la supervivencia del hombre en cualquier caso y aún en circunstancias apocalípticas. Pero la calle volverá a su soledad. La gente que sobreviva se encerrará en la falsa seguridad de sus hogares, huyendo despavorida de los lugares concurridos, renunciando a salir con falsos pretextos, volviendo a la monotonía de la convivencia con sus familiares. No circulará nadie por ellas, tampoco lo hará ningún vehículo.
Como él también va a hacer ahora. Escapar de esa animada calle, retornar al hogar donde es el único habitante, aunque siga hablando tan solo con esa persona que aparece ante él en diversos lugares de la casa, siempre superficies acristaladas, que gesticula a su vez en idénticos movimientos, que afirma o niega a su par. Pero es su única compañía, aunque sea en ese plano paralelo que él sabe que es tan real como el mundo que se le muestra a su vez al que le observa impertérrito desde el otro lado, victorioso de su negativa a acompañarlo al exterior y porque tenía muy claro que terminaría volviendo para disfrutar de su necesaria, cordial y mutua presencia.
Calle Usturumca, Estambul, Turquía
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