NOCTÁMBULO 2
Dejo una reunión de amigos y sin prisa me dispongo a pasear por la ciudad a las dos de la madrugada. Deambulo por las aceras bajo el brillo de las luces de la ciudad y un cielo sin estrellas. Me cruzo con borrachos que, al igual que yo (solo un poco), no recuerdan dónde van. Meo el vino en un callejón, lejos de posibles miradas ofendidas. Disfruto al respirar el frescor contaminado de la ciudad. Mis pies parecen saber el camino, así que me dejo llevar por una gran avenida hasta llegar a unas torres inclinadas en permanente equilibrio. Cruzo como es debido y me dirijo hacia la lejana plaza de la diosa Cibeles; es un largo trecho, pero no tengo prisa porque esta noche me siento muy bien.
Más abajo, entre la penumbra de las luces de neón, varias prostitutas con hermosas piernas ofrecen sus servicios. Algunas, con voz muy grave, me hablan. Con atrevimiento me acerco a la más bella, me dejo tentar y le compro un beso que ella me regala entre risas. Otras prostitutas con escasa ropa y tetas al aire se muestran y me piropean; yo las miro con ojos de cocaína en flor adornados de sonrisas.
Riegan con mangueras las calles y en la avenida brillan, en el asfalto, reflejos multicolores que me recuerdan a la piel del Mediterráneo de otros veranos. Próximo a los negocios de música pululan grupos de jóvenes con reserva de testosterona. Sus ruidosas bocas llaman a las chicas más monas, deseosas y deseadas. Observo a una pareja. Se detienen y se besan. Ella muy torpe y él con un bulto considerable en la entrepierna; entonces me vienen las ganas de escribir en un papelito:
“Somos tres: dos abrazados que mojan sus bocas con insistencia mórbida. Ella, desmayada en pie, ladea la cabeza y bebe como un gorrión la saliva de pasión de una boca erótica. Él enarbola la huella del deseo en carne viva. Yo solo miro.”
Por la acera los escasos transeúntes arrastran sus miradas por el suelo y pasan sin notar mi presencia. Nada parece interesarles. Van reconcentrados en sus cosas. Me sorprende ver entre cartones a un ser humano. Pareciera estar embalado. Me detengo; huele mal, a orín. Observo unos pies y la cabeza de una mujer arrebujada en certera soledad. Paso rápido, como tratando de no ser visto.
Oigo detrás una voz femenina que dice: «¡Señor!». Me doy la vuelta y la veo incorporada, fuera de los cartones de embalar frigoríficos. Es una mujer gruesa, de edad incierta. Me suplica unas monedas. Mientras me acerco y busco en mi bolsillo la observo con atención: cara redonda, el pelo ralo, entrecano sobre su cráneo sucio, lleva la raya a un lado que no ha necesitado de un peine para marcarse. Va vestida con una bata de andar por casa. No oigo lo que está diciendo, es una especie de perorata que va desde la gratitud a la necesidad de charlar con alguien. Mientras deposito un billete de cinco euros sobre su mano regordeta, me dice: «Muchas gracias, guapo, qué estupendo que vas con ese traje; la de mujeres que se pelearán por ti…», y cosas así. Voy diciendo a todo: «No, ¡qué va!», y también: «Gracias». Me dice que se llama Ángela, de Madrid de toda la vida, del barrio de la Fortuna. Que, en su casa, «nunca le faltó a mi marido la botella de vino y el décimo de lotería, porque siempre hay que buscar la suerte». Que su marido murió hace tiempo, y que no tiene hijos. La poca familia que le queda «no quieren cuentas», me indica.
—Dicen que estoy loca. ¿Qué le parece a usted? ¿Es que no es para volverse loca esto de vivir en la calle, cariño? ¡Con lo que yo he sido para mis cosas…! Una aprende a base de hostias. Y perdona, guapo, por la palabrota.
Le pregunto si no le importa que le haga una fotografía. Muy contenta, acepta. Se pasa ensalivada las dos manos por la cabeza a modo cepillo y se ajusta la bata al pecho. Se cruza de brazos y, con gesto pensativo, como avergonzada, baja la mirada. Prometo darle una copia y ella me contesta con guasa, que el cartero no pasa por su casa. «Mejor me la traes y charlamos otro ratito, guapo». Le digo «adiós» y ella, con un «hasta pronto, hermoso» se despide.
Llego a la parada del autobús al que llaman «Búho». En su interior viajan desmadejados indianos y morenos que duermen con sus rostros pegados al cristal de las ventanillas. A un volumen considerable se oye cantar a Van Morrison. Algunos nos dirigimos miradas furtivas, pero no nos decimos ni una palabra.
Este autobús pasa cerca de la residencia donde está ingresada mi madre. Hablo con mi conciencia para justificar mi egoísmo. A estas horas estará dormida. Fue una luchadora para mejorar nuestras vidas. Ahora se encuentra sola por causa del Alzheimer y de un cáncer que la devora por dentro. En la vejez, la memoria es la única compañera, pero a ella le abandonaron todos sus recuerdos. ¡Qué absurdo y misterioso es el tejido de la existencia! El melancólico paso del tiempo la ha deshecho en arrugas. Todo le duele cuando no está drogada. Me duele.
Maldigo mi comodidad y cobardía. Me cubro la cabeza con pensamientos alegres para que no me caigan encima las estrellas. Pero, en esta oscuridad y para ese sol frío redondo de ahí arriba, canta una extraña cigarra y se calla si me aproximo. Dejo todos mis lamentos al negro y oculto grillo. Pareciera que unos cuchillos atravesaran mi corazón como el de una virgen ensangrentada. Vuelan por mi cara golondrinas con espinas en el pico, alondras negras, murciélagos torpes y ciegos que cazan al vuelo mis suspiros.
Al llegar a casa unos ojos sin párpados me observan nerviosos e intranquilos desde la ventana.
©2020 aurelio garcía
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