Para algunos eruditos el pasado no existe y el futuro tampoco. Debemos vivir en un presente constante, pues en el ahora se ejecuta el futuro. Pero el humano es una máquina del tiempo y recuerda el pasado, a veces algo distorsionado, pero está presente en su momento actual, es como la sombra de dos dimensiones que lo persigue. Al niño que fui lo tienta el recuerdo de la callecita que lo transportaba al mundo de sus juegos y que colindaba con el portal de la casa paterna, pues después del jardín de rosas y la areca gigante, orgullo de mi madre, se veía la calle Freire. Era de piedrecitas, sin asfalto, y moría en una cerca de púas infranqueable, que dejaba ver una casa colonial otrora majestuosa, y unos terrenos fértiles abandonados a su suerte. Le llamaban “La finca de la señorita” Y los muchachos del barrio no osaban penetrar en sus predios.
Pero aquella callecita de dos cuadras nos permitía trazar con tizas los círculos donde irían las canicas, y lanzar nuestras bolas multicolores y las risas al aire. Un escarceo infantil tolerado por casi todo el vecindario. Menos por el viejo Manolo, que tenía su casa enrejada hasta el portal, y si una pelota mal lanzada caía en sus fauces, esta salía volando cortada en cuatro partes, como en una clase donde se enseñaran los quebrados. Fue nuestra primera interpretación de lo que es un enemigo. Nuestro primer intento de defensa cívica, y nuestras primeras piedras lanzadas a sus muros, era la venganza infantil, o la desobediencia del grupo.
Los juegos podían ser interrumpidos por los pocos vehículos que penetraban la callecita; el camión de las piedras de hielo, el carretón de caballos del vendedor de viandas, o el carretoncito blanco y su caballo negro del mercader de helados.
Pero el ahora fue sumando épocas, y la adolescencia descubrió la calle Otero, la plazoleta con bares, el cine de barrio, la calle Principal, y la novia de la calle Delicias. Esto fue hasta que llegó, no se sabe cuando, el adiós al barrio.
Sesenta años después detengo el coche en la calle Freire esquina Otero, los transeúntes van enmascarados, caminan rápido, cabizbajos, como si el andar por las calles fuera un peligro; lo es. Me pongo mi máscara y miro la calle Freire, está deteriorada, vetusta, frágil, es muy estrecha para mi gusto, las grandes ciudades donde crié a mis hijos me han quitado el deleite por estos parajes solitarios. No hay niños en la callecita, y la cerca de púas infranqueable no existe. Ahora allí hay un policlínico. No conozco a nadie, quizás las máscaras no me dejan ver a los antiguos pobladores, o las canas y las arrugas tapan los recuerdos. Pienso en el mundo perdido en mis evocaciones; éste de ahora es un mundo donde el miedo a la pandemia del Covid19 deja sus marcas psíquicas.
Me marcho, me gusta más la calle Freire de mí imaginación. La gran ciudad me aguarda, pero está irreconocible, la pandemia alteró sus risas, y la melancolía se adueñó de sus luces. El ahora es triste, y espero que no construya un futuro de sombras.
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