Con su mano algo temblorosa, a sus ochenta y tres años, cogió el rotulador negro. Lo tenía desde hace unos meses. Le había encargado a su nuera que se lo comprase donde Begoña, la de las revistas. No escribía demasiado fuerte ahora. Le gustaba más la sensación de dibujar con un rotulador nuevo, recién estrenado. Ese olor que desprende. ¡Esa fuerza que tiene en el comienzo todo! Escribió la palabra «Contigo». Se sintió satisfecho. Le gustaba cómo había quedado en la mascarilla de tela. Pensó en María.
En marzo Antonio había llevado mal el confinamiento. Cuando de nuevo, a finales de octubre, ordenaron el cierre perimetral de la comunidad, sintió una puerta cerrarse de golpe sin avisar. No quiso salir de casa.Viudo desde hace diez años.Vivía con su hijo y su nuera. Se sentía cómodo con ellos.
Dejó a un lado la mascarilla escrita. Cogió la siguiente. El rotulador plasmó en la tela “Otoño”.
Su hijo se preocupó por él al ver que no deseaba salir a la calle. Los amigos que le quedaban, le preguntaban por él cada vez que se los encontraba. Dónde estaba Antonio. Por qué había dejado de salir. Le echaban de menos. El puerto era su lugar de encuentro por las mañanas. Miraban cómo estaba la mar, charlaban de sus cosas. Su hijo les decía que ya saldría, que simplemente se había quedado algo triste después de este cierre, que en unos días volvería allí con ellos. Antonio se pasaba los días en su sillón mirando la ventana. Pensativo. Los intentos de conversación por parte de su hijo y de su nuera se quedaban en monosílabos al responder.
Tercera mascarilla y no se lo pensó mucho. Sabía cuál era la palabra que quería escribir. “Paloma”. ¡Cómo le gustaba verlas volar! Desde su niñez sentía predilección por ellas. Recordó la primera vez que vio un palomar. Se quedó fascinado. ¡Quién le iba a decir en ese momento que esa niña con el pelo rizado, que formaba parte de su pandilla, se convertiría en la compañera de su vida! ¡Su paloma!
Después de la primera semana de noviembre, Antonio pidió entonces que le comprasen un rotulador y un cuaderno. De joven había escrito de vez en cuando algunos versos a su esposa. Su hijo y su nuera se animaron al verle recibir las dos cosas con cierto entusiasmo. Le preguntaron de nuevo si no quería salir de casa, ver a sus amigos. Él les contestó que saldría dentro de poco. Sorprendidos le miraban escribir en ese cuaderno palabras sueltas. Por primera vez desde el confinamiento sonreía.
El rotulador. Gran descubrimiento que le había enseñado su nieta cuando se pintaba las camisetas. “Este rotulador, abuelo, nunca se borra”, le había dicho. Maravillas de ahora. Cómo si él no supiese que hay cosas que nunca se borran. Se quedan marcadas dentro de la piel de uno. Escribió “Lluvia” en la cuarta mascarilla.
Ellos le observaron escribir palabras junto a la ventana del salón. Se preocuparon. No sabían si Antonio se encontraría bien. Palabras sueltas, nunca oraciones. Después de unos días, les pidió diez mascarillas de tela. Sin rechistar, le trajeron las diez mascarillas. Una a una las fue poniendo delante de él, encima de la mesa camilla que estaba junto a su sillón. Eran blancas. Le vieron coger la primera con delicadeza. Los dos se preguntaron si por fin él se iba a decidir a salir.
¡Tenía tantas ganas de pintar la quinta! Sus manos temblorosas la cogieron con firmeza. Escribió la palabra «Temporal».
Sorprendidos una mañana antes de que él se levantase, se encontraron con que encima de la mesa, estaban las mascarillas escritas. ¿Sería un juego o habría sentido él ya el roce de lo que se va perdiendo, olvidando y quería pararlo de alguna manera?
Esta sexta mascarilla. Había pensado tantas veces en escribir esta palabra. Nunca había tenido fuerzas. Nunca había querido mostrar demasiado sus penas. Quizás había llevado una mascarilla toda su vida sin saberlo. Su mano temblaba más que nunca mientras escribió «María». ¿Se puede hacer revivir a los que ya no están, escribiendo su nombre? ¿Acercarles a nosotros? De pequeño vivía en la aldea una señora muy mayor. Decían que era una meiga. Él se escondía de ella al verla pasar. Un día la mujer le sorprendió por detrás. «Antonio no te escondas de mí. Recuerda. Cuando seas mayor y las personas que quieres ya no estén contigo, invoca sus nombres y grita en la noche. Ellas vendrán».
El primer día que le vieron con una mascarilla puesta y diciéndoles que estaba preparado para salir, no dieron crédito. Cogió su bastón y con ella puesta fue hasta el muelle, donde sus amigos le esperaban. La mascarilla llevaba escrita la palabra «No». Durante el paseo le preguntaron el porqué de escribir en las mascarillas. Qué sentido tenía. De forma tranquila les dijo que era la única manera que había encontrado para poder salir a la calle. Cada una de ellas formaba parte de él. Su propio lenguaje, el sentido de sus días. Bastones diferentes para recorrer este nuevo planeta. Más tarde al llegar al paseo que bordea el mar, sus amigos le acogieron de nuevo sin preguntarle nada.
Qué ganas tenía de terminar sus siguientes diez mascarillas y poder estrenarlas. A un lado miró las diez primeras. Recordó el primer día que se puso una. Ese “No” que tanto le sorprendió a su hijo. Escribió la palabra » Sonrisa» en la séptima. Ésta es la que más le gustaba junto con la de María. Pensó de nuevo en María. Sí, la meiga tenía razón, gritar su nombre. Invocarla.
Ellos se acostumbraron a verle escoger entre las mascarillas ordenadas antes de salir al paseo. Ya no le preguntaban el porqué de esas palabras, sólo sentían que cuando llevaba la del “Si”, él era un poco más feliz. Tampoco le preguntaron nada cuando después de un mes, él les volvió a pedir de nuevo diez mascarillas de tela blancas.
Tenía delante de él la octava. ¿Cuál sería la palabra indicada para ésta?
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