Hace un año nos echaron de nuestro piso.
Esa frase suena más dramática de lo que fue, simplemente nuestro anterior casero necesitaba su piso y nos dio un mes para movernos. Después de mucha búsqueda y muchas decepciones, encontramos un piso en La Elipa, barrio colindante al Cementerio de La Almudena. Yo me mudé al regañadientes, quería un piso nuevo, con ascensor y suelo de parqué, y terminamos en un viejo edificio de los años 70, en un apartamento con suelos de baldosas antiguas en diferentes tonos de marrón, gotelé y un baño verde con querubines pintados en los azulejos. No era exactamente el piso que yo tenía en mente por lo que me costó un tiempo acostumbrarme.
Además, el barrio me recordaba mucho a los barrios en los que viví de pequeña. Esos típicos barrios madrileños con su frutería de confianza, la carnicería de la esquina, el del bar que se aprende tu nombre, los supermercados pequeños, las calles plagadas de coches en doble y triple fila… En fin, el barrio barrio.
Y toda esta mezcla me producía sentimientos encontrados y continuas búsquedas en Idealista.
Un día cualquiera estaba centrada en mis pensamientos sobre cómo conseguir que esa casa pareciera más bonita y escuché un ruido que venía de la calle. Tengo que añadir que el barrio es bastante silencioso ya que no vivimos en una calle comercial, así que cualquier ruido llama exageradamente la atención. Este ruido era más bien un lamento, una queja gutural y profunda de alguien que parecía estar sufriendo. Lo ignoré y seguí con mis cosas, suponiendo que sería alguien que pasaba por la calle. Pero el lamento siguió, cada vez más alto: «AAAAAAYYYYY, AAAAAYYYY…». Se trataba de una voz masculina, grave y adulta, y no paraba. Me asomé a la ventana del salón y lo vi, era el señor de la ventana.
Entre mi bloque de edificios y el siguiente hay una pequeña calle peatonal con arboles y vegetación por la que la gente pasea a los perros y los gatos del barrio se echan las siesta, la distancia entre bloque y bloque es suficiente para no escuchar ni ver demasiado a los vecinos, pero esta voz se escuchaba alto y claro, parecía retumbar por toda la calle.
El señor de la ventana era extremadamente delgado, de unos 60 años y con pelo largo y oscuro. Estaba asomado a la ventana profiriendo su lamento mientras miraba a la gente pasar debajo, todos parecían ignorarlo o estar acostumbrados a él. Yo me quedé mirando fijamente pero aparté rápido la mirada, me dio la sensación de que estaba espiando algo íntimo que no debería ver. Tan repentinamente como empezó, terminó y me volví a asomar para ver que ya no estaba y que su persiana estaba bajada.
Cuando mi novio llegó de trabajar, se lo conté y me dijo que lo había escuchado antes, supusimos que tendría algún problema psicológico pero no quisimos juzgar ni sacar conclusiones sin saber. Poco a poco me fui acostumbrando al lamento rutinario una o dos veces al día. Daba la impresión de que iba alguien a ayudarlo con sus tareas diarias, por lo que supusimos que simplemente necesitaba salir a la ventana.
Pero llegó la cuarentena del Covid y pasábamos todo el día en el salón, en la parte de la casa en la que se escuchaba al señor de la ventana. Y los lamentos empeoraron, ya no era una vez al día, ahora eran más habituales y efusivos, día y noche, excepto a la hora de los aplausos. Me intrigaba mucho, me daba mucha pena no saber qué estaba pasándole para estar así.
De repente un día de verano en el que el calor apretaba y era imposible cerrar las ventanas, escuché una conversación. Al principio no presté atención, supuse que era gente paseando pero igualmente me asomé, por puro instinto cotilla. Y ahí estaba el señor de la ventana hablando con un chico que pasaba por la calle:
– ¿Se encuentra usted bien?- Preguntó el chico desde abajo.
– Estoy muy viejo y mal de los pulmones, no puedo salir- respondió el señor de la ventana- Tengo ya 65 años y con la que está cayendo no puedo salir a la calle, fumo mucho y no puedo.
Yo no salía de mi asombro, todo este tiempo había asumido que el señor de la ventana profería esos lamentos porque no tenía otra manera de comunicarse. Cierta parte de mí pensaba que era su única forma de expresarse, prejuzgando (mal) suponía que no sabía o no podía hablar. Me sentí bastante mal al darme cuenta que había prejuzgado a una persona sin saber nada de él, presuponiendo que no necesitaba ayuda. Me sentí mal por no haber tenido el coraje del chico ese que preguntó desde la calle.
Seguí escuchando y el chico le había dicho que iba a llamar para pedir asistencia, pero mientras le dictaba la dirección me di cuenta que no se acordaba de cuál era su piso. El chico tardó unas cuantas frases más en darse cuenta pero le prometió que iba a pedir ayuda.
Desde ese momento no salió tanto, parecía que el hecho de que alguien le hiciera caso y se preocupara había tenido un efecto en él. O eso quise creer.
El verano siguió avanzando, empezaban a desconfinar a la gente, empezamos a salir y llegó septiembre con su segunda ola y su «oh Dios mío!». Mientras tendía la ropa levanté la vista hacia el edificio color terracota claro que tenía en frente y me di cuenta que había mucho silencio. demasiado silencio. Le pregunté a mi novio si se acordaba de haber escuchado al señor de la ventaba recientemente y me dijo que no. Yo tampoco me acordaba.
Y pasaron los días y seguí mirando a la ventaba. Las persianas estaban bajadas pero de vez en cuando parecía que aparecía ropa tendida. Pasaron más días y ya las persianas no se movían, en el tendedero siempre las mismas dos prendas.
Ya casi es Navidad y la calle sigue en silencio.
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