El gato junto a la ventana se lamía las bolas sin quitarme los ojos de encima. Al otro lado del salón la vieja octogenaria se reía a carcajadas. Como si eso fuera poco, sentía sobre mi nuca la desesperación del soldado que siempre se sentaba atrás. Era tiempo de ponerle fin a esto.
–Profe, profe.
–¿Sí?
–¿Hay forma de que les diga a los demás que desarrollen el ejercicio mentalmente? Es que no me puedo concentrar.
El profesor me miró con fingida conmiseración. Uno de mis tres duendes se sonrojó.
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