En el taller, El Marqués determina: experimentar para narrar, lo demás es impostura. «¡Pasar a la acción!». Salgo de clase, voy al servicio. Vuelvo. Labios estirados. Ponen sus lenguas y líneas. ¿Me uno? Los hay de 25. El mío no llega a 15. «¡Dios, si me acabo de vaciar!», pienso. Golpea las caras de mujeres y hombres. Se licúan en el éxtasis de digerirlo. «No importa el sexo: hay que crear, compartir, aprender y rectificar; hay qué. Ahí está la verdad de la escritura». Se fija en mí.
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