El ruido de la respiración de los otros me agobia.
Rasgo el papel con prisa para que nadie descifre las arañas y se percate de mi disgrafia.
A toda prisa me levanto de mi asiento. En mi puño llevo los restos de la hoja blanca. Antes de abandonar el taller me detengo en el marco de la puerta, observo el aula vacía y lentamente me derrito en una caligrafía imperfecta que grita desde el adoquín: ¡Auxilio!, mi niña interior me está ahogando.
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