Y cada vez que quería decirle lo mucho que me gustaba, se me atragantaban las palabras en el gaznate, y no salían. Lo peor de todo es que ella se daba cuenta y sonreía ante mi turbación, a la vez que esperaba, o eso me parecía, a que me decidiera y soltara mi sincera confesión. Fue en ese taller en el que nos inscribimos donde por fin pude lograrlo. Escribir cuán profundo había calado en mí su presencia, y hacer que lo leyera, hizo el milagro. Hoy, sonríe más mientras leemos y escribimos juntos.

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