Lo supo cuando dejó los papeles sobre la mesa, miró de reojo a la profesora de peinado batido y se sentó al lado de una treintañera con cara de vaca. Tuvo que escuchar los versos de un peón de albañil que nunca supo si eran suyos o si los había plagiado y aceptar que las facturas que había llevado por cortesía se quedarían para siempre en el fondo de su mochila. Después leyó un fragmento de su insípida novela y como si una losa de mármol hubiera sepultado sus palabras, sonrió.

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