Don Tranquilino se levantó una mañana y notó que estaba solo. A veces olvidaba que desde hacía unos años había enviudado; Consuelo, su esposa, fue una mujer muy extrovertida, fue ella la que le dio vida a la casona oculta en el seno de la montaña en la que vivieron juntos por tantos años… Don Tranquilino aún conservaba la vieja costumbre de caminar a lo más alto de la montaña para contemplar lo verde fantástico que tenían en frente, solo que ahora lo hacía solo.
Fiel a su nombre, pocas cosas le preocupaban, en su época no había desempleo, desnutrición, conflictos políticos, conflictos armados y la capa de ozono, cuya existencia desconocía, se encontraba en perfecto estado.
La Trinidad era el pueblo donde vivía don Tranquilino, unos dicen que desde su fundación, otros que desde antes de la fundación ya estaba instalado en la montaña o que quizás él mismo fue el fundador de La trinidad, pueblo que al igual que don Tranquilino, era un lugar pacífico, donde la gente olvidaba cerrar la puerta de su casa por las noches y la falta de luz eléctrica hacía que todos se fueran a dormir temprano; la delincuencia se limitaba al robo de gallinas y de fruta. Pero todo aquello cambió con la llegada de la «civilización».
La última vez que extraños llegaron a aquella tierra fue para intercambiar oro por baratijas y luego… lo que siguió fue olvidado por los habitantes de La Trinidad, que ahora se ofuscaron por el ferrocarril que construirían a las cercanías. Esta fue la puerta que conectó al pacífico pueblo con las convulsas calles repletas de gentes que vivían amontonadas en casas estruendosas y que no dormían por culpa de los focos incandescentes y por la necesidad impuesta de trabajar para vivir y vivir para trabajar. Poco a poco las personas de La Trinidad se fueron desprendiendo de sus raíces y marchaban a eso que llamaban «ciudad». El pueblo se fue vaciando, nuevamente habían caído bajo el engaño de los «espejitos».
Don Tranquilino, que era parte del pueblo, fundador del pueblo, que era el pueblo y según dicen, también era la montaña misma en la que se asentaba el pueblo, por primera vez en su vida estuvo preocupado, gradualmente La Trinidad se fue vaciando; ya no quedaba nadie en el pueblo, las casas estaban vacías, los cultivos fueron abandonados al igual que los animales, que quedaron a merced de las fieras del campo, todo por culpa de la «civilización».
Don Tranquilino se levantó una mañana y notó que estaba solo. A veces olvidaba que desde hacía unos años había enviudado; le hacía falta su esposa, su Consuelo. Sabía que no era eterno, que en algún momento se reuniría con su amada, cosa que le alegraba, pero, lo que le preocupaba era que no hubiera nadie que recibiera a los hijos extraviados que, arrepentidos quisieran volver al sitio que una vez se llamó La Trinidad.
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