El frío atravesaba la ventana como el cuchillo en la carne tierna. «Odio este pueblo, no pienso volver a él, aquí nada más hay miseria». A la mañana siguiente se iría a la ciudad en busca de nuevas oportunidades. No supo adaptarse a la vida en el pueblo desde su vuelta del servicio militar, y un año después decidió buscar fortuna en las luces neón.

Ahora veinte años después de aquella huida, en una noche más de otoño se encontró mirando a través de la ventana. » ¿Dónde están la hojas? Ni siquiera las hay en el suelo» se preguntó. Después de tantos años mirando por esa ventana y ahora se daba cuenta de que no había hojas en el suelo. Para eso tendría que haber árboles. Casi que sacando la mano podía tocar el edificio de enfrente. Como la bodega de un barco así era el barrio, juntos, apelmazados, peleándose por una brizna de aire fresco.

Un pensamiento se abrió en su mente «¿por qué no intenté hacer algo distinto en el pueblo?». La vida de aquellos hombres fue dura, surco a surco, piedra a piedra pelearon por ella. Ellos cada atardecer veían el horizonte de su trabajo, de su vida. Hoy el horizonte de su hijo topaba en el edificio de enfrente.

La lumbre de aquellas cenas eran justas, parcas en palabras, pero donde la sabiduría brotaba, donde la vida estaba presente en cada plato. Hoy el ruido de una tele de fondo ahogaba cada comunicación. Ese muro de enfrente era algo más que otro bloque de viviendas, era la verdad de alguien que quiso prosperar y que sucumbió al progreso vendido.

Como un albacea nunca llamado, así guardaba él lo que la vida en el pueblo le había enseñado. Sus hijos embotados, atrapados en las redes no tenían tiempo para «cosas de pueblo» le decían.

Allá en la montaña las hojas bailaban en la empedrada calle, como en una fiesta así acudieron todas. El viento las sacaba de su apelmazado día. El humo de las chimeneas dotaba de fragancia a tan improvisado espectáculo.

El silencio se adueñaba de las calles sin esfuerzo, este reinaba la mayor parte del día. Ocho vecinos conformaban esta balsa granítica a la deriva. La vegetación iba tomando lo que antes fue suyo, las casas abandonadas fueron presa fácil del rigor del paso del tiempo.

No todo se había perdido, todavía habían testimonios de una sabiduría atesorada como en un silo subterráneo. Esta aún permanecía viva pero silenciada por los nuevos valores a los que una sociedad abotargadase entregó.

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