Las ventanas de la verdad se abren de vez en cuando a la vida: airean historias que nunca se han contado, desvelan sufrimientos, anhelos, sueños que no llegaron jamás a tomar forma. La verdad llega a través de una carta que le hace regresar a la aldea.
José Luis Sarmiento, conocido como Pepe desde el mismo día que el primer pañal circundó su cintura, está plantado delante de la pequeña casa en la que nació. Hace ya muchos años de aquel feliz acontecimiento. Hace ya mucho tiempo que ha dejado de respirar el aire de este magnífico bosque: antes, campos de cultivo en exuberante expansión.
Su avión aterrizó el día anterior en la tierra de la que se fue siendo un niño: era entonces un inocente pícaro, incapaz de imaginar que regresaría con manos temblorosas, aferradas a la cabeza tallada de un bastón. La noche había caído sobre la ría de Vigo como la oscuridad del dolor más lejano: el que ves porque lo sientes, porque lo vives, porque lo reconoces. Tardaron unos veinte minutos en llegar desde el aeropuerto hasta la casa de su sobrina. No supo recibir aquellos abrazos: ni tampoco las lágrimas y el aprecio incondicional de una familia que no siente como tal. Pepe no entiende el amor sin conocerse. Su hermana ya no está. Es a ella a quién querría besar; sólo a ella, a Isabel. Ha pasado toda una vida soñando con dibujar de nuevo su cara con ambas manos, volver a sentirla, a tenerla entre sus brazos y apretarla contra su pecho para sufrir el fuerte latido de dos corazones cansados de no poder volver a verse. Pepe quiere olisquear de nuevo su cabello y encontrar en él, el aroma de la familia.
Lo que encontró fue una fotografía. Isabel es una mujer joven rodeada de niños. Su padre no es el mismo hombre que recordaba. Se le ve firme en su silla, rígido y anciano. Lleva una boina gris calada hasta los ojos y la tristeza hundida en su mandíbula.
Y ahora, piensa en el tiempo: es irreverente; corrosivo con los postigos de una vida que se cae a pedazos, dejando al descubierto la entrada a la intimidad del hogar sin puerta, sin corral, sin agua en la presa que mueve la piedra del molino. Aquella no es la aldea que recordaba. Su vida, no es la vida que recordaba.
Todo fue una gran mentira.
Aquel barco anclado en el puerto es ahora una ilusión. Cuando embarcaron, la noche había caído sobre el mar de Vigo como el oscurso dolor de una madre del que jamás se recuperaría. Llegaron corriendo, escondidos, temblando de frío, huyendo de una guerra que él siempre creyó que los había matado; a Isabel y a su padre.
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