Cerré los ojos y dejé que el leve silbido del viento me susurrara en el oído. Respiré profundo y me sumergí en la soledad, me dejé abrazar por el sol y me rendí ante el silencio que gobernaba la ciudad, si es que aún se le puede llamar así.
Hubo un tiempo, hace ya muchos años, en que este fragmento de pampa parecía menos árido. Se podía soñar con un futuro próspero, con familias numerosas y felices, con estómagos satisfechos y con trabajo inagotable. El salitre gritaba fuerte y todos nos hicimos parte de su euforia.
El optimismo no tardó en convertirse en fatiga y la desesperanza llegó casi tan rápido como el dinero al bolsillo. Eran tiempos en que si querías abundancia, solo tenías que poner tu vida a cambio… Tus días, tus horas, tus minutos y hasta tus segundos. Incluso tu salud. Cuando empezamos a cuestionar si realmente valía la pena nació un nuevo tipo de silencio. Yo le llamaba “el silencio del oro blanco”. Era un silencio incómodo que inundaba las mesas, los hogares, las plazas y hasta los lechos matrimoniales. Un silencio que todos pretendían ignorar, alimentado por conversaciones que evitábamos tener y por protestas que no llegaban a salir de nuestras bocas. Un silencio tan profundo que ni el bullicio de la ciudad, ni las ocurrencias del grupo de actores del teatro, ni los gritos de los niños en sus aulas lograban opacar.
Hoy recorro las calles vacías. El silencio ahora es sepulcral y el vacío escalofriante. La iglesia nunca estuvo tan desierta y enmudecida. El teatro, medio derrumbado por los años, está totalmente despojado de la pompa que un día lo vistió. La piscina no es más que un pozo asolado, tan seco como el mismo desierto que cobija los restos de una ciudad que prometía mucho hasta que un candado trancó las puertas para siempre.
No creí que al volver después de toda una vida se removerían tantas cosas dentro de mí, pero al ver los restos de lo que en otro tiempo fue mi casa, mis ojos se inundaron de un mar de recuerdos y de tristezas pasadas. ¿Siempre fue tan pequeña? Los muros que escondieron tantas añoranzas secretas y llantos reprimidos, ahora no estaban en condiciones de ocultar nada. Los ganchos aun estaban colgados en los mercados y hacían fácil recordar al carnicero regordete que atendía siempre con una sonrisa, quién sabe si real o fingida.
Recorrí las calles de tierra seca a paso lento, en parte por el peso de la ancianidad y en parte para no interrumpir la paz de los fantasmas que habitan el pueblo desde que los hombres lo abandonamos. El mismo viento que me dio la bienvenida me susurra historias hasta ahora olvidadas. Otra vez cierro los ojos. Se me anuda la garganta, cae otra lágrima, el viento me consuela y me entrego al silencio del oro blanco por última vez, seguro que ahora para siempre.
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