Hay una ley no escrita en la naturaleza por la que todos volvemos a nuestras raíces. Y otra ley muy cierta es que toda pérdida produce un vacío.
En la infancia vivía en un pueblo encaramado en una pequeña sierra, a cuyos pies se extendía una llanura azulada donde siempre imaginaba el mar. Por entonces la tierra me ahogaba y en sueños sobrevolaba las aguas, a veces llegaba muy lejos pero siempre volvía entre las olas del extenso mar que me rodeaba.
El tiempo fue pasando y conocí muchos mares, algunos mansos, otros bravos; cálidos y fríos; azules, verdes y rosados, cuya hermosura me emocionó hasta las lágrimas. Pero las olas siempre me empujaron al mismo lugar: mi familia.
No estaba previsto que así fuera, pero una tarde de otoño mi padre marchó en silencio. Para mí su pérdida fue doble, porque con su muerte se disipaba la posibilidad de tender entre nosotros un puente de entendimiento. Lloré su ausencia y ahora, con la calma que dan los años, creo que entonces sentí que debía saltar el abismo que siempre nos había separado. Pero rastrear el origen de mi vacío suponía indagar en el suyo y aquello me llevaba a la tierra natal de mi abuela materna. Porque mi padre había perdido a su madre cuando apenas contaba dos años y siempre supuse que esa ausencia había originado parte de nuestro abismo.
Así fue como decidí viajar hasta el lugar donde transcurrieron siempre las fábulas que mi padre me contó en la infancia: Turrientes.
Por el camino, mientras conducía pensaba en mi padre y en cuánto le habría gustado viajar conmigo para conocer el pueblo de su madre. Tras varias horas al volante, dejé la autopista y recorrí una angosta carretera, al final de una curva apareció el pueblo, minúsculo, apenas dos calles. En lo que parecía la plaza había un pilón con dos caños. Salí y me sobrecogió el silencio, roto por el sonido del agua. Levanté la vista hacia la casa más cercana y vi las grietas que surcaban sus paredes, a su lado otra había perdido parte del tejado.
Estaba confusa, no esperaba algo semejante, era evidente que allí no vivía nadie, aun así, me empeñe en buscar alguna persona. A medida que avanzaba por la calle me sentía más desolada al ver la ruina del pueblo. Al fin encontré una casona que podría estar habitada. Llamé con todas mis fuerzas a la puerta, pero nadie contestó. Grité con la esperanza de que alguien me oyera, pero nadie me oyó. Aquello no me estaba ocurriendo. ¿Dónde estaban mis raíces? ¿Dónde se habían ido todos?
Como el lugar, me sentí abandonada y comencé a llorar. Lloré por mi padre, por su madre muerta, por mí y todos los huérfanos que han perdido sus raíces en algún perdido pueblo de España.
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