La otra noche la luna se posó sobre las aguas que contenían ese mar impresionante. En la playa yacían unos peces que recién habían sido enredados en esa malla. Debilitados por el contacto con el aire terrenal se desvanecieron lentamente hasta que sucumbieron ante la muerte.
El hombre de rostro atenuado observaba la circunstancia mortífera. Escenario que le evocaba esa hambre de todos los días de su exigua existencia.
Salía por el desierto a buscar sustento para no acabar como el resto de su familia. Fallecido en una esquina de ese espacioso desierto devorado por los buitres quienes engullían a sus anchas ese banquete humano que los saciaba en abundancia.
Cruzaba todos los días a la misma hora ese umbral donde los rayos endémicos del sol le quemaban su piel. El aire se hacía cada vez más necesario para conservar el juicio. El hambre le producía representaciones en su mente que en ocasiones se asemejaban a una eterna y frívola locura.
Bebía de los troncos de algunas palmeras del desierto gotas de aceite que calmaban su sed. Consumía El Khat u hongo del desierto, el cual al instante de comerlo lo llevaba a perderse en esas imágenes de miseria que le arrancaban su llanto; bebía sus propias lágrimas y contemplaba con ello su realidad mísera. Se sentía prisionero de una terrible soledad.
Había escuchado hablar de aquel hombre, sin embargo no sabía dónde podría encontrarlo. Lo amaba desde esa ausencia existencial de dioses y por esa ilación histórica y profética de su raza que le devolvía en parte su esperanza.
Un día, cansado por el peso de los años, abandonado a su suerte, desplegó con toda su fuerza sus súplicas al cielo. Se lamentó de cómo Iahvé el Dios de Abraham y de Moisés, le había dado vida en medio de esta podredumbre donde reinaba sin duda alguna una muerte eterna como lo largo de sus años.
Una vez consumió tantos setos, que la psilocibina lo hizo caer rendido de rodillas en un ritual extravagante donde proliferaban gemidos y palabras desconcertadas que su naturaleza lingüística no asociaba con su realidad temporal.
Giró la cabeza, detuvo la mirada y contempló cara a cara al hombre que codiciaba desde mucho tiempo atrás conocer. ¿Sería él, en esa idea mística sobrehumana que sin duda le daría el rumbo que ansiaba?. Se acercaba a él con toda la benevolencia posible.
Se detuvo corroído por el miedo. No sabía por qué de repente su imagen se hacía inalterable y misteriosa. Una mano grotesca lo toma por el brazo. De repente siente ese enorme peso sobre sus hombros. Lo mira cansado y adolorido. La sangre le salpica su mirada: no comprende cómo aquel ser que antes esperara, se dirigiera ahora acongojado, rumbo hasta el suplicio. Camino de la cruz entre el génesis y la muerte ve ese desierto que desde su humanidad reflejaba la vida en la tierra. ese lugar donde el mismo Dios es muerto en el olvido, a causa de la rutinaria soledad.
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