Mi tía Aurora solía decir que siempre había una última vez para todo, que cada cosa era caduca y que no había nada que fuera a durar para siempre. Recuerdo habérselo escuchado decir cuando era pequeño, sentado con mis pantorrillas desnudas colgando entre los balaustres del balcón de su casa, mientras ella tendía en las cuerdas del tendal sus mudas húmedas que empapaban gota a gota las lamas de madera hinchada sobre las que parecían flotar. Esas gotas de agua limpia caían con fuerza en la superficie descolorida con el ímpetu descarado de la juventud, como dispuestas a formar un lago imponente que pasaría a la historia en los mapas del futuro; sin embargo, con el avance de los segundos el viejo suelo poroso las absorbía en parte, al tiempo que el calor del sol las castigaba, adelgazando su osadía hasta que casi podías escuchar el último suspiro de sequedad con el que se despedían derrotadas de su anterior forma líquida.
Este fue el primer recuerdo que me vino a la mente al observar desde el escalón inicial de la entrada los vetustos leños que antes habían compuesto la firme balaustrada que servía de escudo a la puerta principal. Ahora, en cambio, lucía mellada, casi vacía; una dentadura con demasiados bocados en sus incisivos. Cada escalón en el que me apoyaba emitía un gruñido diferente, asimilando el ascenso a una procesión de lamentos en honor a San Judas Tadeo, y las telas de seda, también abandonadas a su suerte por los arácnidos inquilinos emigrados hace tiempo, se adherían a los hombros de mi camisa predilecta contagiándola de esa sensación de soledad que habita en aquellos lugares que se apagan lentamente con la ausencia de vida. Aunque allí vida había mucha, pero casi toda en la forma vegetal que invadía el patio y amenazaba con hacer lo mismo en todas las casas de ese pueblo que el abandono había regalado a la naturaleza.
Pasé en esa aldea hoy desierta diez veranos, hasta bien entrada la adolescencia, cuando mis hormonas se convirtieron en algo mucho más importante que mis débiles raíces que ahora carecen de un suelo al que agarrarse. Cada año, con el anuncio de las vacaciones, mis padres me despachaban a pasar el estío con mi tía Aurora que, a pesar de no contar con ningún título académico, tenía más sabiduría que cualquier otro adulto de los que me rodeaban en la urbe. Acurrucados bajo su manta de cuadros de colores pasábamos las noches de refresco, aquellas en las que negábamos la bajada de temperaturas ignorando que allí solo era verano cuando el sol quería y las noches pertenecían al invierno por derecho. Esa manta, que reposa ahora doblada sobre la cama de Aurora, fue lo único que estuvo con ella hasta el final de sus días y, aún hoy, su olor a leche cruda permanece agarrado a sus nudos de lana vieja; como desafiando las palabras de mi tía, empeñado en ser perenne y habitar en ella para siempre.
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