El pueblo siguiente al de mis padres no era lugar de paso; había que ir adrede hasta allí para llegar allí. Por una vereda que acababa en un callejón sin salida, un fondo de saco tras la última casa. Después, nada. Allí no existía un más allá. Desde su casa, media hora entre chopos por un camino que ellos conocían bien de cuando novios, paseando a orillas de un regato con represas plagadas de cangrejos. La entrada era la propia salida, siempre cerrada desde que huyó el último habitante. A la ciudad o al cementerio. Hacía mucho que la resta daba cero porque hacía mucho más que allí nadie sumaba.
Cuando yo iba hasta allí, de niño, todo era eco, ya no quedaban cristales que romper a pedradas y el frontón era solo un recuerdo plagado de hierbajos que brotaban del cemento cuarteado. Llegaba en bicicleta con mis primos, siempre el último por más que me esforzara. Allí eran superiores y me lo restregaban envidiosos, aunque yo no tuviera la culpa de la fuga de mis padres a la capital. Así era cada vez que me veían, cada día de esa semana anual, siempre en verano, cuando —al volver del mar— mis padres visitaban a los suyos en época de trilla. En su pueblo, donde a mi me sentaba mal su agua y me salían aquellas ronchas en las pantorrillas que desaparecían al llegar a la ciudad.
Hoy, el fondo del saco ha avanzado. Aquel allí ha engullido a este aquí. La pandemia sigue. El pueblo de cristales rotos y puertas cerradas, el de flores silvestres en el suelo del frontón abandonado, es ahora el de mis padres. Aquí. Sin cebada que trillar, ni animales que den vueltas en la era, ni padres que reciban a sus hijos. No hay escuela, ni maestro, ni primos en bicicleta. Aquí ya es uno de esos pueblos con horario que abre solo en fiestas para que los parientes lejanos traigan a la familia y preparen una barbacoa el día de la Virgen. Al marchar, si han olvidado apagar la farola de la plaza, seguirá meses encendida; hasta que se funda la bombilla. Medio siglo después, aquel allí está aquí.
Allí y aquí ya no hay remedio. Pero, en dirección contraria —en los pueblos anteriores al de mis padres— el agua ya no es de pozo. Las veredas están asfaltadas y hay casas rurales con encanto, leche sin lactosa, rutas senderistas programadas y wifi gratuita. Dicen que, así, la epidemia cesará. Ojalá no sea flor de un día, ojalá que los plantones arraiguen, que esas semillas florezcan permanentes. De momento —dicen— la sangría se está deteniendo con spas, suelos radiantes y paseos a caballo. Bienvenidos sean. Pero no es suficiente. No nos conformemos con el turismo de vacaciones o fines de semana. No renunciemos a que allí, aquí, mañana, los pueblos tengan ventanas con cristales y niños en bicicleta volviendo de la escuela.
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