Escribir o hablar de aquel pueblo es tomar el pulso de sus calles, del barrio y sus plazuelas. Es hurgar en los recuerdos de sus antepasados, remover las almas ya dormidas, correr tras las voces y sus cánticos sin eco que se perdieron en sus retorcidas calles. Es soplarle a los vientos apacibles del sur movidos por el coro de las niñas que jugaron a la comba, a la rayuela o al corro.
Al barrio le llamaron “La Velilla”. Aún se le nombra así, pero la gente ya no está. Formó parte de un pueblo populoso y por tanto lleno de vida, pero que por distintas razones, la gente se tuvo que marchar bogando durante muchos años como lo hacen las almas errantes en mares lejanos y territorios muy distintos y distantes al suyo para sobrevivir.
Ahora, el pueblo aparece desolado y vacío, tan solo le da vida la pequeña acacia de una plazuela a donde llegan de manos de Tifón cuando abandona su gruta de Cilicia los terribles vientos invernales, mas hubo un día en el que la vida reinó en sus calles y las personas que lo habitaban amaron a las golondrinas que llegaban surcando los cielos veloces con olor a jazmín y azahar, con sus incesantes gorgoteos y piruetas casi imposibles que realizaban para despertar a los vecinos del letargo del largo y duro invierno.
Así, conforme amanecía, se iba extendiendo un manto multicolor de huertas y naturaleza que devolvía a las gentes su parte más solícita, hacendosa y alegre. Incluso al anochecer, se acercaba revoltosas las polillas a la única farola que alumbraba la plazuela bajo el revoloteo de una docena de murciélagos que aleteaban al son de los grillos herreros.
Cualquier tiempo puede ser bueno o malo para morir, pero en este tiempo, la excitación de la naturaleza no lo permitía. ¡Bendita savia!
Aquella que gusta expandirse para sentir en los rostros surcados el cálido viento del sur, este que cimbrea la pequeña copa de la acacia expandiendo el olor dulzón de sus flores mimosáceas que invitaba, a salir a las niñas, que la rodeaban y le cantaban a corro con la caída del sol anaranjado por el poniente, entre las risotadas y chismorreos de las comadres, capaces de llevar el hilo de la crítica y del punto de cruceta sobre la misma tela y al mismo tiempo, mientras que los hombres liaban sus cigarros de tabaco verde.
Pero la luna afina su mirada certera envolviendo los tejados en plata y engañando a los niños con sus reflejos en el agua de la charca.
Ya sí. Ya murió algún vecino y no parió ninguna hembra. El compás de la vida comenzó en anacrusa y la petenera aportó su mal fario. Es lo que hay. ¡Resignación!
Cuando pase el tiempo será la luna la que tome el banco de forja ya sin la acacia, con la nostalgia de los cantos de los hombres que, como las hojas muertas caerán al suelo perdidos para no volver jamás.
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