Mientras inspeccionaba el lugar, recordó una canción. Un dueto de cuerdas que cantaba sobre una casa abandonada a la orilla del camino. En la canción, las puertas estaban cerradas; en cambio acá, estaban abiertas, de par en par. No era una bienvenida. La canción también hablaba sobre los árboles. Dirigió sus ojos cansados hacia la ceiba en el solar de la casa. Ni una sola vaina. Ni un solo botón. Nada. Las hojas verdes se mecían sumisas a la voluntad del viento, como resignadas a su ciclo incompleto.
Entonces recorrió los pasillos de la casa. Por entre las losas del piso, el verde se abría camino. Tal vez allí hallara algo, no fue así. Ningún color más allá del verde húmedo del fino musgo que pretendía adornar el suelo de una casa sin dueño. A lo largo del pasillo, flanqueando la ruta, dos hileras de macetas colgadas. Algunas con tierra seca, otras vacías del todo, pero en ninguna halló lo que buscaba. Algunas acaso se habrán llevado su propia tierra.
Continuó hasta el comedor. La luz blanca de la mañana bañaba el mobiliario cubierto de polvo. Sobre la mesa de roble, tapizada de hojas secas, aguardaba el florero. Cristal tallado. Casi un grial. Aún conservaba el agua que alguna vez, hace ya tanto, alimentó las rosas blancas de la doña. No había nada más. Auscultó el jarrón en busca de un tallo, un pétalo. Nada. Sólo las hojas de la ceiba que entraba por la ventana, abierta mucho tiempo atrás.
Ahora, la habitación de los niños. Las camas, sin tender desde la noche aciaga, cubiertas por una fina capa de polvo. Los juguetes regados por el suelo, sin moverse hace tiempo y aún así a la deriva. Sobre una pequeña mesa de centro, una vasija pequeña completamente vacía. Tampoco allí halló lo que buscaba. Ni en la cocina, ni en la sala de estar. Solo los jarrones vacíos que parecían haberse apropiado de aquella facultad de crecer naturalmente.
La alcoba principal. La cama enorme, también sin hacer. La ventana abierta, siempre abierta. De un lado de la estancia, una base esbelta de madera lacada y sobre ella, un pequeño jarrón blanco con flores azules pintadas. La doña ponía allí cuatro rosas. Una por ella y una por él, y una por cada niño. Ahora no había ninguna.
Entonces recordó el rosal. Estaba en el patio, de frente a la salida del sol para que recibiera los primeros rayos de la mañana. Siempre cargado de rosas blancas, la doña solía hablarle como a un niño pequeño. Llegó hasta allí. Junto al rosal, el palenque donde el amo amarraba al caballo, donde lo amarraron a él aquella noche, donde tiñeron las rosas de rojo. Ni una. Ni blanca ni roja. El rosal estéril se conformaba con sus hojas.
Se resignó. Al igual que los otros, emprendió su camino lejos de allí, pensando que era inútil, que hasta las flores se habían marchado.
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