Rincón inerte, desierto, muerto.
Casas despellejadas por el viento del norte, calles inundadas de esa otra vida verde e implacable que cobra venganza, y amenaza con no dejar huella que algún día alguien perseguía su destino y acariciaba la piel y el alma del prójimo por esos adoquines, cementos, señales.
Cabida de confusiones, sitio de colosales batallas por la distinción humana, por el hecho de haber nacido ahí, hoy abandonado y el desagradecido que tentado por el espejismo del mejor de los mundos posibles huyó para siempre
Algún día fue nido de las familias, nuestros pueblos agrestes, risueños, bonachones, vestidos de madera, de láminas, de concreto que nos protegían del lobo feroz, y alimentaban nuestra semejanza y el sentido de pertenecer a algún lugar de nuestro mundo.
Extenuado, fatigado del placer de lo sensible, hastiado del calor que impregnaron las manos mortales sobre sus casas, callejuelas, parques, jardines, paredes, hoy se dejó reposar con los espacios sin personas, el último murió sentado en su mecedora de madera y bejucos, todavía su esqueleto es el único vigilante mudo.
Antes del llegar el último de los tiempos de ser deshabitado, de compartir la vida con los seres humanos, oí que se quejaba consigo mismo, parecía un hablara primitivo, dolorosos recuerdos alegres que no volverán, lamentos que decían:
“Hombres tuvieron mi felicidad en sus tejidos nerviosos, en su gestos, en su risa y gritos, en sus quejidos de placer y dolor, pero no todo se han llevado, algo sobrevive en mis maderas, en mis calles, en mis casas, en mis luces, que me hincha de orgullo; y es que su pasado quedó filmado en mis tiras de papel, en mis ladrillos rojos, en mis fierros oxidados, consumí sus días triviales y los escasos de gloria, les di a sus pensamientos sentido. Mi mundo no termina en su libre albedrío, ni mi destino con su ausencia, persisto en mi existir individual”.
De uno a dos minutos se extendió la canción y concluyó con una sentencia.
Sin embargo, no pude escucharla y salté cobardemente por sus puertas, por sus arcos del triunfo, por sus bosques aledaños, su lago lleno de algas, sin voltear, me alejé del lugar, quise ocultar mi vergüenza en las hojas que inertes caían de los árboles.
Sólo logré oír sus palabras de despedida:
“Se fueron, me dejaron posando en el piélago de sensualismo, la esperanza de coexistir se perdió al chocar mi deseo con los deseos de sus voluntades. ¿No es mejor determinarse desde la génesis de la vida con soma de felicidad eterna? ¿Cómo pudieron desechar la gracia de mi cálido nido? ¡Ya sé!, esto es lo que me deparó mi designio del viernes trece de diciembre de 1313. Pero aún me quedan las caricias de las hormigas, el cosquilleo de las polillas, la tardanza del respirar de la lechuza. A Dios y al aire les pido permiso para entrar al descanso de los olvidados”.
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