Progreso contra consenso

Progreso contra consenso

Pepe

11/10/2018

Nunca el anonimato y el aislamiento fueron el mejor camuflaje para sobrevivir en el mundo devorador de otros mundos.

Los civilizados no tientan al sentimentalismo al momento de aniquilar a quienes abusan de diferentes, de ser diferentes a la globalización: puedes ser indígena pero debes consumir coca cola y pizzas; ser hippie pero comprar ropa de diseñador; ser minoría en EEUU pero sostener el estilo de vida the american dream.

Si bien las distinciones tolerantes gestan cierta discriminación dentro del margen de valores permisibles, lo aborrecible se tacha para la erradicación. Lo desconocido siempre fomenta desconfianza y por consiguiente, la cacería.

Sabemos que existen otros humanos, que pertenecemos a la misma especie, pero hay un sentimiento de mayor cariño y confianza en un perro de casa, que con cualquier habitante de estas aldeas.

Para el gobierno de un tal Juan Sabines Gutiérrez en el Estado de Chiapas, México, se planteó trabajar a partir de una iniciativa fomentada por la Organización de las Naciones Unidas llamada las ciudades rurales sustentables. Motivado por la firme intensión de modernizar las comunidades que viven en las zonas más rurales, dispersas y recluidas de la Entidad.

Se pensó que era la opción más viable para compartir los avances tecnológicos del mundo occidental pero respetando los usos emblemáticos de las comunidades indígenas.

El proyecto arrancó sin riñas y con ganas de llevar modernidad y progreso a quienes, según los dirigentes, necesitaban más de nosotros…

«Ellos no saben que nos necesitan, pero con el tiempo les haremos saber que sí, que vivirán más cómodos y mejor si viven como nosotros», los escuchabas dilucidar en entrevistas por televisión.

Para 2012, a menos de un año de haber comenzado el proyecto Santiago El Pinar, un complejo de 40 hectáreas y con un costo de 394 millones de pesos, estaba abandonado.

A los pocos meses de construirse ya no hubo energía eléctrica, ni agua potable, los servicios comenzaron a fallar y a caducar como en las urbes regulares -en eso sí se parecían-; poco a poco se fue desalojando por necesidad y deseos de fuga.

No hace falta entrar en mayores detalles, con esto basta para huir.

Tiempo después, tres años para ser específico, algún joven que vivió en El Pinar visitó la facultad de Sociales donde estudié. Todos queríamos escucharle. No hubo reparo y descaradamente se le preguntó: «¿qué sentiste al momento de ver las casas? Sé sincero, anda…», él sonrió, miró un par de ojos del público y respondió: «estaban muy mal construidas. No tenían idea de nada. Su supuesta tecnología para construir sólo hizo casas mal hechas, débiles, feas y chicas.

Confiados de su tecnología, dejamos de hacer nuestras cosas y a confiar en la flojera, y eso no es nuestro. No nos gustó estar ahí desde el primer momento.

Pero lo peor de todo fue que el piso tenía cemento, ¿saben ustedes lo que se siente ser hijos de la tierra y no sentirla cuando pisas? Qué van a saber, qué van a saber…»

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