Jóvenes urbanitas se reúnen en la puerta de esta vieja escuela de Inazares. Son unos quince adolescentes y están pasando unos días con sus familias en el complejo rural de esta aldea rodeada de largas extensiones de tierra y serranía. Y aquí les ha dado tiempo para hacer amigos, turistas también como ellos. Han quedado en la puerta de la escuela, donde ya solo se enseña a amasar pan y elaborar postres típicos desde que cerró en los noventa y ya no vino ningún maestro jamás.
Se juntan en la puerta de la escuela los jóvenes urbanitas porque es el único lugar en Inazares donde se coge bien la cobertura. Traen cabelleras mojadas. Toallas al cuello. Unos están sentados en el poyete del ventanal, donde se alzan tras sus espaldas las sombras de pupitres y armarios. Y frente a ellos la pantalla del móvil les ilumina los rostros de un envolvente azul lunar. Otros, de pie. Se oyen risas, vozarrones ininteligibles. Chicos, chicas, jaleo. Es una noche de agosto.
Y hace relente. Combinan sudaderas recias de invierno con shorts de colores vivos. Inazares está a 1.350 metros de altura. Es la aldea más alta y más fría de la Región de Murcia. Aquí apenas viven veinte personas en invierno. Solo en los veranos, los turistas que se alojan en las casas rurales de Inazares atraídos por la evasión, la naturaleza y el cielo más limpio de la Península Ibérica, según la NASA, inflaman la población y recrean lo que hubo de ser el pueblo en tiempos cuando había trescientos y pico de habitantes.
No todos miran el smartphone. «¿Hacéis algo o qué?». Dicen de ir a andar. «¿Jugáis o qué?». «¿A qué?». «A polis y cacos». «Al dominó». «¡No! ¡Que eso es para viejos!». De pronto, la joven y nocherniega muchedumbre se dispersa por las callejas pobretonamente iluminadas por farolas instaladas hace treinta años. Han empezado un juego. Y entonces Inazares se convierte en un laberinto lúdico.
Suena el eco de pasos que corretean, de piernas ágiles que derrapan con chanclas que emiten un sonido de claqueta. Suenan gritos de susto, voces agudas y cambiantes, gallináceas; y la diversión y el goce sin medida explotan en una risa de quiebre feliz. Suenan el olvido de la urbe y la inapetencia del móvil. Y suenan la amistad del verano, un amor de verano, el frescor que baja de los montes. Y van llegando al oído débil de los mayores que de allí nunca se fueron las voces de estos jóvenes jugando en el pueblo como un maná del recuerdo. Voces tan inocentes y reales, como olvidadas e imprecisas; como esas que se guardaron en la memoria para siempre cuando dejaron de sonar hace muchos años, cuando cerró la escuela, cuando la juventud se marchó de Inazares a hacer la vida en otros lugares. Pero esta noche, por unos instantes, la algarabía ha devuelto una ilusión aérea al pueblo, una remembranza tan querida. Una psicofonía muy añorada.
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