Mi secreto es una tierra de dolor. Pero también es una tumba. Los que mejor guardan secretos son los muertos. La vida, en cambio, los desenvuelve. Pero a veces no queremos saber el secreto de los demás, por eso nos callamos el nuestro. Esto define qué es el dolor ante los demás: un momento en el que el lenguaje calla.
La muerte y el dolor no son lo mismo. La vida alberga dolor, pero la muerte lo limita. Si le pedimos a la muerte lo que la vida nos duele, no podremos ni acercarnos a los significados de ambas. Pídele a la vida lo que no puede darte y tendrás ficción. Pídele a la ficción lo que la vida no puede darte y tendrás una invención. Pídele a aquella invención hambrienta de padre lo que puede absorber de ti y tendrás un lenguaje. Un lenguaje que transita la vida y la hace aparecer. Afilada u obtusa, depende de lo que hagas con la vida. Sin duda podrás aceptarla como es, pero rara vez la vida es intuida. Son momentos de esplendor, como los que se tiene al ver la fisura territorial de una tumba. Allí, en la tierra que, a unos pocos metros de profundidad, se descompone el muerto; un muerto que ya no tiene nada, que ni siquiera está desnudo y que lo ha visto todo sobre su propia vida y la tierra que pisó. Aquel muerto, testigo del silencio infinito podrá dar testimonio sin palabras del dolor de sus descendientes por la búsqueda de una nueva tierra, de una nueva raíz, y de una nueva tumba. Allí donde caigas muerto es allí donde acallarás, pero las posibilidades de la vida se reducen únicamente a esta tierra de todos, ciudadanos estoicos que, sin embargo, olvidan su pasado terruño cuando en cualquier momento les aguarda una oportunidad mejor de morir. Morirse mejor. Y morirse definitivamente. Los muertos, los que se quedan, no podrán hablar de cómo fue aquella tierra que ahora otros dejan atrás, y de la que nunca más se harán responsables, porque la tierra abandonada no es sino residuo de memorias y remordimiento, pero no de propiedades contractuales. Ahora que las puertas de la ciudad se abren, ahora que el camino de tierra acaba y el de asfalto comienza: podremos hipotecarnos, conectarnos a la Web, subir al rascacielos «sin tierra» y soñar húmedamente de nuestro porvenir tecnológico. Parece así que podamos ver el futuro de esta sociedad de lo reparable, del repuesto, del recambio y del mantenimiento. Pero no del arraigo y del respeto por los muertos y del peso de nuestros pies que sobre ellos recae. Creo que el mejor trabajo al que se puede optar dentro de una gran ciudad es el de funcionario. El mundo Occidental no merece más recorrido (ya está petrificado, mortificado), tan sólo merece encontrarlo tal y como está y mantenerlo. He aquí nuestro puesto en el cosmos. Ni triste ni admirable; somos unos sujetos neutralizados.
Bienvenidos al mundo, hijos sin tierra.
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