El público comienza a callarse, se hace el silencio. Y dos, tres, comenzamos. Me quedan 35 minutos por delante, 35 minutos de espera hasta poder dar el primer y único golpe. 35 minutos manteniendo el tipo. Bien derecho en la silla, la postura erguida, los hombros relajados, el rostro serio, sereno a ser posible, con la dignidad que la ocasión merece, al fin y al cabo esta es una obra maestra. Con la expresión ligeramente tensa, concentrada en mi labor, demostrando su importancia ante todos los ojos que ya empiezan a posarse en mí. No los ojos arrebolados de las señoras de buena sociedad, allí las veo en las primeras filas del anfiteatro, bajo esos pelucones imposibles forjados con litros de laca y cepillo de rulo, que solo están para los violinistas y el director. No los ojos brillantes de emoción de los melómanos, más desperdigados por la sala en función de su poder adquisitivo, más discretos, ligeramente inclinados hacia adelante, repartiendo la mirada entre todos los intérpretes, entre todos los instrumentos, sin saber cuál elegir, y que terminan por bajar los párpados para filtrar sólo la música, el sonido puro. No, los que a mí me observan inquisitivos, tras los cinco primeros minutos de concierto, son los maridos de las señoras de bien que preferirían estar en el fútbol pero tienen que cumplir con su estatus de hombres honorables y llevar a sus esposas a un concierto al menos una vez al mes. O los novios y novias recientes que todavía se dejan arrastrar por las pasiones de su media naranja a pesar de que a ellos no les dé ni frío ni calor, que todavía no han llegado a ese punto de la relación en el que la sinceridad le va cobrando terreno al romanticismo. También algún curioso, al que no le desagrada la música clásica, pero que tampoco le transporta al éxtasis, y que lo miran todo con ferocidad, como queriendo acaparar cada detalle para entender el poder de la música sobre sus compañeros de butaca de rostro congestionado por el placer. Y estos, los que se fijan en mí, los que reparan en mi presencia aquí en la última fila de la orquesta, me examinan, ¿qué pinta allí un tipo que no hace nada? Esperar, esperar 35 minutos a que llegue mi golpe, mi nota, mi momento. Esperar con dignidad, con el rostro concentrado a pesar de sus miradas de suficiencia, a pesar de su gesto inquisitivo tras haber reparado en el instrumento que descansa a mi lado, colgado en su soporte, ¿será músico también? Igual es solo ayudante, no hará falta tanto. Seguramente algún amigo un poco más culto, algún amigo que además de ser un patricio distinguido adora la música, pone los ojos en blanco y le corrige, pero sucintamente, sin mucho detalle, sin muchas explicaciones, para qué más: ¡hombre, al menos tendrá que saber leer música para saber cuándo entrar! Y burla burlando por la segunda mitad del primer movimiento vamos entrando, como dijo Quevedo. Mantengamos el rostro serio, el rigor ante todo, compañero, la dignidad de un profesor de música con todos sus títulos a pesar de los juicios ignorantes de los amantes impertérritos de la cultura del balompié. Incapaces de reconocer la belleza de este pasaje, los ecos de la melodía principal repetida por todas las cuerdas, y el pizzicato de los bajos al fondo, puntuando el ritmo, como picapinos marcando el paso del bosque. Esperar con rigor y seriedad, esperar en este primer movimiento es fácil, la mente divaga pero no hay riesgo, aquí no tengo entrada, puedo ir y venir, puedo pasear la vista por el auditorio, distinguir algunos rostros que me sonríen, comprensivos, poniéndose en mi lugar, compadeciéndose de mí, pareciera. Aquella muchacha en la parte alta del anfiteatro, tal vez estudiante de medicina, quien sabe, unos veinte años, bonita, de tan lejos son todas bonitas, su novio no ha querido venir con ella, o lo mismo no tiene novio y tiene miedo de perderse el amor, y se fija en el elemento extraño de la orquesta, el instrumento simple, se siente identificada, seguro que ahora se está diciendo, siempre tan melodramática, que somos poca cosa, pero estamos aquí por algo, para algo, que tenemos un lugar, nuestro lugar. Ella futura doctora en medicina, yo profesor de música, miembro permanente en una orquesta sinfónica, dos grupos de cámara y líder de un cuarteto de percusión que investiga en la fusión de la música romántica europea con los ritmos africanos, un currículum respetable y respetado en los conservatorios superiores internacionales. Ya entran las trompas, quién lo diría, los violines vuelven a rememorar la melodía principal, se unen todos los instrumentos y así, volviendo a Quevedo, aún sospecho que vamos el primer movimiento acabando, contad si son catorce (minutos) y está hecho. Bravo por Violante.

Toses, carraspeos, roces de ropa contra el terciopelo de los asientos, el público cambia de postura, ni un aplauso… Hey, un momento, un soneto para Violante era de Lope, ¿no? Bueno, ahora no lo puedo mirar, ni siquiera en la última fila de la orquesta sería correcto ver cómo un digno profesor de música consulta la Wikipedia en el móvil entre dos movimientos. No ante un público ya educado en estos menesteres, ya no es como antes, hace años, cuando mi padre tocaba en la Orquesta de RadioTelevisión Española y al terminar cada movimiento la gente comenzaba a aplaudir, y siempre había algún entendido, un embajador, un hombre de negocios viajado y con ambiciones de hombre culto, que chistaba enfurecido, para demostrar su superioridad cultural y moral, y los aplausos se iban deteniendo asustados, como culpables por la afrenta cometida y el atrevimiento de su ignorancia. Ya ves, padre, al final también Madrid ha aprendido a ser público de concierto, a la par que a robar de las arcas públicas,… o para ser más exactos, es más probable que esto no lo haya aprendido, sino que lo supiera de antes, y en realidad sólo ha cambiado el nombre de quien lo hace… No, el nombre no, que algunos son los mismos, más bien el título, en lugar de gobernador, presidente autonómico, en lugar de cacique, alcalde… Tampoco me hagas mucho caso, padre, desde que vivo en Londres no sigo mucho las noticias españolas.

El rostro serio, atento, el gesto digno, concentrémonos, atentos al momento, aún falta, 21 minutos por delante, en que asestar el golpe. Ahora no hay que perder el paso, no hay parón entre el segundo y el tercer movimiento, solo un cambio de ritmo, y conviene estar alerta. Mantener el pulso firme, para que el golpe sea preciso, limpio, sin reverberaciones superfluas, para obtener una sola nota, compacta y nítida. Las manos apoyadas en las rodillas, la mirada al frente. De reojo veo a Simon y Jean-Jacques, los dos bajistas con los que salí ayer de cervezas por Santa Ana a recordar viejos tiempos y a pretender que aún soy joven y sé moverme por la marcha madrileña, que me miran y me guiñan un ojo. Simon me hace un gesto con la mano, un gesto que creo que quiere decir esta noche otra vez, qué tío, a éste le gusta la juerga más que a un tonto un lápiz, haciendo honor al tópico irlandés, barba pelirroja incluida. Y qué absurda la expresión del tonto y el lápiz… Ah, la flauta, este solo de flauta es extraordinario, divino, portentoso… Y Katie tocando el solo de flauta es también extraordinaria, divina, portentosa, lo digo desde la admiración más profunda. Claro que la encuentro atractiva, con esa melena rubia, esa sonrisa y esos pechos, esas curvas. Y si uno no se fija en ella a simple vista, basta con que se acerque la flauta a los labios,… Me acaba de cruzar el recuerdo uno de los chistes groseros de Simon de la otra noche, pero yo no voy por ahí, a mí Katie tocando la flauta me recuerda a una diosa nórdica llenando el aire invernal de sonidos florales, alegres, juguetones, primaverales, de trinos increíbles, deliciosos. Miro a Simon de reojo, él se da cuenta y hace un gesto de limpiarse la baba con el dorso de la mano. Toda suya, Katie no es mi tipo, demasiado alta, demasiado fuerte para mí, yo estoy más hecho al tipo mediterráneo, a mí lo que me vuelve loco sigue siendo el tipo de guitarra española, y si he de ser totalmente honesto conmigo, el tipo de Teresa, todavía Teresa, siempre Teresa…Volvamos, porte y dignidad, rostro serio. Shit, que dicen los ingleses, ¿este era el primer solo de flauta o el segundo? Vale, tengo que preguntárselo al timbales. “Richard, ¿primer solo de flauta o segundo?” He conseguido un susurro seco, casi inaudible. Él me escupe de vuelta “El segundo”, con su porte altivo. Richard siempre mantiene el tipo, incluso cuando le dejó su mujer por aquel viola australiano,… aunque él lo tiene más fácil en esta obra, tiene ocho intervenciones, y las del segundo y el tercer movimiento bastante largas. Yo tengo un golpe, un solo golpe, en el último movimiento, hay que mantener la concentración en todo momento, la concentración, el porte, la dignidad durante toda la obra para llegar a ese único golpe y que encaje en el lugar, en el momento preciso. El momento preciso, difícil elección, ¿cuál es el momento preciso para decirte que te dejan, para decirte que ya no te quieren? ¿Diez días antes de una gira, un mes antes de una gira, a la vuelta de la gira? Nunca es un buen momento, Arturo, eso me dijo Teresa, después de esta gira vendrá otra, o un concierto importante, o un viaje de campo con el grupo de percusión, y yo ya no puedo más, necesito un poco de tiempo, que nos demos unos meses, que veamos cómo estamos solos, y luego ya hablaremos, no seas dramático, no te pega nada, …

Pues nada, fuera drama, serenidad y dignidad, preparado para mi golpe, solo quedan 10 minutos, la flauta da entrada a los violines en el tercer movimiento… acabo de hacer un chiste, porque según me ha contado Volodymyr, el trombonista, esta tarde, nuestra primera flauta Katie, la sensual Katie, que tiene loco a mi amigo Simon, dio ayer entrada a su habitación a uno de los violinistas, a Yang el coreano… Volodymyr se partía de risa, con esa risa ucraniana suya tan estentórea, que uno no sabe distinguir si sale de su pecho o de un trombón invisible que forma parte de su persona. Lo va a enterrar entre las tetas, me decía entre carcajadas, y la verdad es que la imagen es cómica, hay que reconocérselo al ruso, tiene su gracia… Dignidad y seriedad, el rostro serio, adecuado a la ocasión, concentración para el golpe final, no podemos echarlo todo a perder en el último momento, en el último movimiento mejor dicho. No te rías, serénate, mira los pelucones de las señoras de bien, tan arcaicos, parecen los mismos que veía mi padre hace cincuenta años en los conciertos que daba cuando tocaba en la orquesta de la televisión. Así, serio, sobrio, atento a los pasajes de la obra, ya falta poco. No he debido tomarme los dos whiskies con Volodymyr, me ha pillado con los reflejos bajos. ¿Qué tal, disfrutando de la tierra?, me ha preguntado. ¿Has ido a ver a la familia? Ya no me quedan, mis padres murieron, y mis suegros, bueno, … mi mujer me dejó diez días antes de salir de gira, así que no era el momento. Carajo, chico, eso se merece un whisky, y me ha dejado que le contara, escucha bien el ucraniano si le pagas las copas. Nunca es un buen momento,… después de esta gira vendrá otra,… yo ya no puedo más,… necesito un poco de tiempo, … no seas dramático, … no te pega nada, … además, … para tocar unos platillos, ¿qué coño de concentración necesitas? Pues nada, no soy dramático, serenidad y dignidad, hombros erguidos, preparado para mi golpe, hoy, y luego, cuando termine la gira, Madrid, Bilbao, Burdeos, Marsella, Milán, Viena, no me dejo nada, creo, ya más sereno, llamaré a Teresa. Se lo he preguntado a Volodymyr, después del segundo whisky, por qué se va todo a la mierda, por qué el amor se acaba, pero él tampoco lo sabe. Tal vez porque los eslavos son gente de un solo amor, al menos en el teatro y en la literatura.

Ya estamos, por fin llega, el ritmo aumenta, el volumen también, in crescendo. Todos los instrumentos empiezan a sonar simultáneamente, se acerca la apoteosis final. Me incorporo despacio, solemne, cojo los platillos y con el ojo derecho intuyo, en un palco lateral, a la hermana de Teresa. El corazón se me dispara, pero ahora ya no hay tiempo. La música acelera, se prepara el último acorde, el director apunta su batuta ligeramente en mi dirección, yo separo los platillos, estalla el golpe nítido. Aplauso final.

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Crítica del jurado

I. ¿Qué pasa por la cabeza de ese músico que tiene que esperar el desarrollo de toda la obra para por fin intervenir con su platillazo? Esta es la pregunta que los aficionados a la música nos hemos hecho en algún que otro concierto. Faltaba ese relato que por fin nos lo explicara. Y otra pregunta que habría que contestar después de leer esta historia: ¿Es viable para un artista asumir que tan solo es una parte muy limitada y especializada dentro de un complejo engranaje?

II. Qué bien nos transmites esa angustia de esa espera. Cuántas cosas pasan por la cabeza en esos eternos 35 minutos. Muy bien transmitida esa angustia. La cuenta atrás ayuda mucho. Muy bien ese fluir de la conciencia, podía ser aún un poco más caótico, incorporando algún otro elemento externo al tema, como suele pasar con el pensamiento.

Pulso firme, a pesar de esos nervios del intérprete, muy bien escrito. Y por fin, suena el golpe de platillos.

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