El pueblo está ya cansado de horripilantes escenas de odio y de venganza, no quiere ya sangre inútilmente derramada ni sacrificios exigidos a los pueblos por el solo deseo de dañar, o simplemente para satisfacer insaciables apetitos de rapiña…
Emiliano Zapata

Siqua se levantó con el primer rayo de sol, que había despuntado dos horas antes de lo que debería. Limpió con su mano el vaho del cristal y contempló el valle que había sido el hogar de sus antepasados. El río Yaqui que daba nombre a su tribu cantaba acompañado del resto de sonidos no perturbados aún por el ajetreo de la plantación. Se olvidó hasta de su espalda, que de nuevo le dolía y sangraba. Nadie que busque la paz y alejarse de las intrigas políticas iría a la plantación Europa en Sonora.

Eran los últimos años de la Paz Porfiriana, en plena decena trágica. Los hacendados más poderosos comenzaban a acusarse, asaltarse, envenenarse. Pero Siqua y sus hermanos, ajenos a la situación política, comenzaban el día pensando únicamente en vivir otro más.

El capataz Ricardo Orozco se había levantado esa mañana con una sonrisa despiadada. Y eso era lo último que quieres ver si eres un indio Yaqui trabajando de sol a sol. Cuando Ricardo sonreía, algún trabajador se quedaba sin dormir por el dolor de los latigazos. Esa noche y muchas otras después, las carcajadas de Orozco y el chasquido de su Lupita le despertarían en mitad de la noche.

Siqua y sus compañeros faenaban silenciosos. Las miradas de preocupación saltaban entre ellos cada vez que Orozco se acercaba. Siqua dejó el fardo de pencas en el suelo y se enjugó el sudor. El sol insumiso asaeteaba su cabeza. Demasiado pronto para estar ya en su cénit. Echó una mirada al barril de agua y se pasó la lengua por los labios resecos. Podría solicitar permiso a expensas de llamar la atención de Orozco. Y nadie quería destacar más de lo necesario.

—¡Jefe! Permiso para beber —dijo Siqua con voz ronca y débil.

Orozco le mostró los dientes de oro. Se levantó el sombrero y se ajustó el chaleco.

—¡Claro! ¡Cómo no! Hoy el calor no perdona. Hay que estar hidratado. —A Siqua se le adormecieron las manos y las tripas se le retorcieron. No era normal esa suavidad. Algo estaba preparando y ahora él le había proporcionado un blanco.

Le costó el primer paso, pero cuando avanzó, decidió dar el menor número de zancadas hasta el aguadero. No le quitó la vista a Orozco en el trayecto. Tragó saliva y se inclinó para abrevar, dando la espalda a su vieja amante Lupita. Inclinado sobre el agua fue cuando escucharon los primeros gritos en la finca. Luego el estruendo de los caballos seguido por los tiros al aire. Se topó con la sonrisa metálica de Orozco a pulgadas de su cara. Podía masticar el aliento rancio a mezcal. ¿Qué hacía el capataz sonriendo cuando alguien estaba asaltando la finca? Orozco lo miraba como si fuera posible un eclipse de sol en medio de la noche. El capataz giró la cabeza y gritó al resto de la cuadrilla:

—¡Corred al silo! —Siqua miró la mano que agarraba su antebrazo—. Tú no —y todo a su alrededor comenzó a zarandearse. Notaba la frente llena de un sudor frío muy distinto al que provocaba el calor sonorense. Las manos de Orozco se tensaron. El anillo gris de su mano derecha se clavaba en la carne del nativo. El sol comenzó a encontrar destellos en el polvo que atronaba a su alrededor. Sombras ocres gigantescas formaban un huracán en torno a ellos. Los relinchos componían una sinfonía con los alaridos y los disparos. El sudor se bebía la sangre. A Siqua le pareció ver caer tanto a sus hermanos como a sus carceleros.

—¿Qué? —miró de nuevo los dientes de oro de su captor, su sonrisa obscena y sus labios cuarteados por el sol, sus ojos hundidos y pequeños que lo escudriñaban más allá de las primeras capas de piel.

—Todo esto es por ti. —Orozco pronunció las palabras sin destensar su sonrisa.

Siqua comenzó a notar un sabor agrio y metálico. Por el rabillo del ojo pudo ver sangre, vísceras y articulaciones tronchadas. La excitación de las bestias se amplificaba con el podrido olor de la muerte. Siqua vio cómo la plaga de langostas viraba hacia el silo ignorándoles. De algún modo sabía que, quieto junto a Orozco, estaba seguro.

—Mátame ahora. Lo has deseado todos estos meses —dijo el capataz.

—¿No lo has deseado tú también? Casi me mataste a latigazos la primera semana.

—No te confundas. No quiero tu muerte. Desde el primer momento sólo he anhelado domarte.

—No valdrá de nada. Nunca amaestrarás al coyote. Lupita me dolió, pero eso no hace más que alimentarle. Está más furioso que el día en que nos capturasteis en Mazocoba.

—Eso espero. Si no, se acabaría la diversión muy rápido. —Ricardo Orozco tiró de él hacia los barracones de los guardias. Los gritos de dolor y furia rolaron a su espalda, cambiando de rumbo como el cardonazo cuando sopla en las llanuras, dejando tras de sí un rastro de silencio insano que ahora los arropaba a ambos.

Siqua se resistió al primer tirón. No así al segundo empellón ayudado de la porra de Orozco. Caminó trastabillándose hacia el cuartel. Otro empujón lo lanzó al suelo. Débil por el trabajo y la falta de alimento, Siqua lamentó su vigor perdido. Cuando quiso levantarse, un puntapié rocoso le golpeó a pocos centímetros por encima de la nuez. Un fuego le atravesó desde la mandíbula hasta la nuca. La sangre empezó a acumularse en uno de sus carrillos. Abrió los ojos húmedos y vio la puerta acristalada.

—¡Entra, perro! —Orozco le gritó sacando por primera vez a Lupita a la que oyó restallar, anunciando su entrada en escena. Se incorporó como pudo contra la puerta llenándola de vaho y sudor. No valía la pena pedir clemencia, ni su espíritu Yaqui se lo permitiría. Siqua vio un troncho metálico que hacía las veces de tope de puerta. Lo agarró con resolución y, girándose, buscó su objetivo. El capataz, atento, lo esquivó con un salto hacia atrás. Sonrió burlándose de lo torpe del intento. Mas en una segunda embestida, Siqua cambió de objetivo y acertó en el cristal de la puerta. Ésta se hizo añicos. Orozco titubeó justo lo necesario para que Siqua prendiese el trozo de cristal más grande con forma triangular que se había desprendido junto al quicio. Un hilo de sangre brotó de su mano y se mezcló en el suelo con el de su boca.

—Parece que el jaguar ha sacado sus garras —la dentadura parcheada de Orozco brilló contra su silueta—. Veamos qué eres capaz de hacer con ellas —flexionó las piernas y esperó el contraataque del nativo balanceando a Lupita en su mano derecha. Siqua sin embargo permaneció echado en el suelo, apoyado en su codo y mirándole impávido—.

—Muchacho, ¿a qué esperas? —el capataz se impacientaba, pero tampoco quería perder su posición de espaldas al sol, que descendía ya en el cielo y se tornaba rojizo.

—Esto no es para ti —dijo Siqua. El capataz averiguó las intenciones del indio y saltó hacia delante justo cuando el nativo rasgaba las venas de su propia muñeca como cuerdas de violín. La impecable camisa blanca de Orozco comenzó a mancharse de un bermellón intenso. Apretó la muñeca abierta con una mano mientras con la otra intentaba arrebatar el cristal a Siqua. Presionaba para frenar el torrente de vida escapando.

La vigorosidad de un guerrero Yaqui, echada a perder. Tenía que ser él quien la rompiera con sus propias manos. Toda la diversión estropeada por la osadía de ese estúpido come-garbanzos.

Con una sacudida, consiguió arrebatarle el cristal. Notó como el nativo comenzaba a desvanecerse con los ojos entornados y sonreía por primera vez en mucho tiempo. Orozco se soltó el cinturón para improvisar un torniquete. Los labios de Siqua se movían intentando decir algo y Orozco, frustrado, se acercó a escuchar lo que decía.

—Ven conmigo —aunque apenas pudo escuchar las palabras.

—¿Qué?

El sol se precipitaba tras la Sierra Madre mudando su mirada al violeta intenso. Los rayos lamían las heridas de Siqua y empezaron a perder fuerza y a convertirse en la farsa del crepúsculo.

Orozco rasgó su camisa y aplicó un jirón en la muñeca por encima del torniquete. Comenzó a sollozar al ver la blancura en el rostro del nativo. Se detuvo a admirar su belleza, sus fuertes músculos y sobre todo sus cicatrices, algunas causadas por él, bellas como las marcas de la corteza de un árbol. Las acarició con los dedos antes de levantarse. Tomó el fragmento de cristal que había arrebatado a Siqua momentos antes y se arrodilló junto a él.

—Espérame. Voy contigo —y de nuevo el cristal, inocente, mordió otras venas. Tocó un nuevo acorde de muerte, un acorde de sol cuya música se desvaneció lentamente, zumbando con armónicos puros. Una pureza terrible que dio paso al silencio y a un deseo: que no se viere nunca un anochecer tan repentino como el que ocurrió allí.

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Crítica del jurado

I. Lo que más me ha interesado de este relato es esa relación de poder entre dos seres. Quizá porque es un tipo de relación más frecuente de lo que quisiéramos, que de alguna manera nos implica. Lo más difícil del mundo son las relaciones, entender ese juego que jugamos quizá sea una de las claves para evitar mucho sufrimiento. Muy buen el final.

II. Un relato duro sobre la esclavitud. Lo interesante de él es el giro final, en el cual el tirano, el maltratador, sigue al indio yaqui hasta el Otro Mundo. Resulta que había cierto cariño detrás de todos esos golpes —quien bien te quiere te hará sufrir— o quizás, en el fondo fuera la necesidad de continuar con su sadismo más allá de la vida. Extrañas relaciones que se gestan entre el torturador y el torturado.

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