Han pasado quince años. Mis pasos, vacilantes y cansados, quizás porque cargo con mi vieja maleta de cuero y un bidón o quizás por la falta de costumbre tras el largo encierro, me van acercando a la casa solitaria tras la curva de la calle. El muro de ladrillo que la rodea casi oculta la construcción, de la que solo emerge parte del piso alto y el tejado de pizarra. También son visibles algunos árboles grandes entre los que destaca un ciprés a la derecha de la entrada.
Apoyo mi mano en la cancela. Se abre con un grito oxidado y entro decidido al jardín. El abandono se ha apoderado de los setos, en otro tiempo recortados, y de los macizos de flores, ahora invadidos por malas hierbas. Mis pasos se ven acompañados por un crujir de hojas. El viento las arrastra, aquí y allá, en sus remolinos. Miro el roble majestuoso a mi izquierda. En una de su ramas mi padre había instalado un columpio, ya desaparecido.
—Miguel, empújame más fuerte —me urge Eva, mi hermana, y se ríe—. Más fuerte, más fuerte.
—Eva, vamos a llegar tarde para la partida de tenis con tus amigos. Vámonos ya.
—No seas impaciente, Miguelito.
—Si me sigues llamando así, te vas a buscar a otra pareja para jugar.
—Está bien…, vete tú delante.
Sigo avanzando y la casa se yergue ante mí como un testigo mudo de otro tiempo. Las ventanas, algunas abiertas, con cristales rotos, hace mucho que perdieron aquel tinte azul luminoso. La hiedra, sin control, se extiende por la fachada e invade los huecos de algunas ventanas. La puerta de madera de la entrada está entreabierta y cede con un quejido al empujarla. Mi llave, inútil, vuelve al bolsillo. Entro en el recibidor y dejo en el suelo la maleta y el bidón. Desde aquí mi vista recorre, a la izquierda, el camino hacia el salón, el comedor y la cocina. A la derecha, la biblioteca y las habitaciones de invitados. Y de frente, la gran escalera que asciende a nuestros dormitorios. Me envuelve un olor a humedad y abandono.
Me dirijo al final del pasillo de la izquierda, hasta la cocina, por un piso de tarima muy deteriorado. Las tablas, algunas arrancadas, crujen con cada paso. Los muebles han desaparecido. Los grifos y aquel enorme termo eléctrico, también. Las paredes tienen todavía los azulejos blancos y el suelo el mosaico de colores que, a pesar de la suciedad, todavía me evoca el recuerdo de aquellos días. Pero ya no se irradian desde aquí aquellos olores a café recién hecho, magdalenas y guisos, que nos daban la bienvenida al entrar en casa.
—¡Miguel!, no toques eso que es el postre de hoy —dice mamá, mientra me aparta la mano dispuesta a llevarse un trozo del pastel—. ¡Ah! Y no os retraséis para la comida, que luego se enfría. Ya sabéis que a vuestro padre no le gusta esperar. ¿Y Eva?
—Estaba en el columpio. Venía detrás de mí.
—Recuérdale también que no se entretenga.
—Lo haré, mamá.
Retrocedo por el comedor vacío, escenario de nuestras conversaciones más animadas en torno a las comidas de mamá, y llego al salón, donde la ausencia de muebles, los desconchones en paredes, con jirones de los papeles que las decoraban, y las humedades en el piso, bajo las ventanas, acentúan la nostalgia del tiempo perdido.
Ahora, al otro lado, en la biblioteca, tampoco queda rastro de las estanterías ni de los cientos de libros que había en ellas. Tampoco de las alfombras ni de aquellos sofás tan cómodos. Al suelo le faltan tablas, algunos de cuyos restos veo carbonizados en la chimenea. A su lado, un colchón sucio y maloliente como único mobiliario.
Estos espacios han sido testigos de nuestros momentos más felices y de otros que quiero olvidar.
—Vamos, Miguel, no os entretengáis si queréis que os lleve —dice papá—, que tengo muchas cosas que hacer.
—Ya vamos, papá. Solo tengo que coger mi abrigo.
—¿Y Eva?
—Nos está esperando en la cocina, con mamá.
—Pues vámonos.
Llego a la escalera, centro de nuestros juegos de infancia. Cómo nos gustaba bajar deslizándonos por aquella barandilla de madera oscura, ya desaparecida. Mi vista se dirige a la mancha de sangre, cerca de su arranque, pero cuando voy a tocarla se desvanece. Subo con cuidado de no poner el pie en alguno de los peldaños rotos. Voy a mi habitación y, aunque no queda nada, reconozco el papel de las paredes y algunas de las vetas más singulares de la madera del piso. Desde la ventana se ve el enorme cerezo cuyas ramas casi se pueden acariciar. Pasaba horas observando los pájaros que se cobijaban entre sus ramas o que anidaban en él.
En la habitación de mis padres, en el mismo estado de abandono de las demás, apenas me detengo. Me invade la nostalgia. Aquí fallecieron, con un año de diferencia, poco después de la tragedia que nos sacudió. No pude estar a su lado en aquellos momentos. Las lágrimas nublan mis ojos con el recuerdo.
—Perdón, padre, madre, perdón por mi ausencia. Os he echado de menos todos estos años— resuenan mis palabras en la habitación vacía.
Salgo al pasillo y me dirijo a la habitación de Eva. Como en otros cuartos, la puerta ha desaparecido. Entro y la luz de la tarde me permite ver todavía que, como las demás, está vacía y con la madera del suelo podrida donde una gotera ha hecho su labor. En ese rincón estaba su cama.
Es un día alegre para mí. Me han dado un puesto de mayor responsabilidad en la empresa y quiero contárselo a todos en casa. Me sorprende encontrar la puerta abierta. Sabía que mis padres hoy estarían fuera. Pero ¿Eva…?
—¡Eva! ¿Estás en casa? ¡Papá…! ¡Mamá…!
¿Por qué está abierta la puerta y nadie responde? Recorro la cocina, el salón, la biblioteca. No hay nadie. Subo hasta la habitación de Eva y allí la encuentro. Su cara tiene un tinte violáceo y sangre coagulada en el labio y la nariz. Está medio desnuda, con la ropa rasgada. No respira.
—¡Eva! ¡Dios mío!, ¿qué te han hecho? ¿Quién ha sido? —balbuceo entre sollozos, mientras abrazo su cuerpo rígido y frío y retiro la media que aún le oprime el cuello.
En ese momento, entre imágenes que se atropellan en mi pensamiento, aparece la de aquel amigo que me presentó.
Papá nos deja en el club donde solemos jugar al tenis y allí se nos acercan dos jóvenes, sus amigos. A ella ya la conozco. El chico tiene cara aniñada y, a pesar de ello, unos rasgos que denotan cierta insolencia.
—Mira, Miguel —dice Eva al presentármelos—. A Rosa ya la conoces. Y él es Raúl, un amigo de la facultad al que ayudo con alguna asignatura.
—Sí —interviene el amigo, y le pasa el brazo por encima del hombro—. Eva es una tía fetén y una de mis mejores amigas. ¿Verdad, preciosa?
—Me alegra verte de nuevo —le digo a Rosa y la saludo con dos besos—. Hola —le digo secamente a él al darle la mano con frialdad. No me gusta su descaro ni su mirada huidiza.
A lo largo del partido me doy cuenta de la familiaridad con que trata a mi hermana y que ella no parece sentirse cómoda.
En las pocas ocasiones en que vuelvo a verlo, siempre acompañado de Eva, me produce el mismo rechazo. Y aquella primera impresión se convierte en la premonición inútil de la salvajada cuando el inspector nos informa que ha sido detenido como único sospechoso de la violación y asesinato de Eva.
Lo traen a casa para la reconstrucción del crimen. Mis padres se han ido fuera de la ciudad. Yo puedo estar presente por haber encontrado el cadáver. El cobarde va esposado, con la misma mirada huidiza que no se enfrenta a la mía y entra escoltado por el inspector, el forense y dos policías. Se disponen a subir la escalera y, en ese momento, me coloco delante de él.
—Por Eva, miserable. Púdrete en el infierno —le increpo. Hago un solo disparo desde el bolsillo del abrigo y lo veo caer como un guiñapo junto a la escalera.
Desde su cuerpo se va extendiendo una gran mancha de sangre, la misma sangre que, entre espasmos, ahoga sus pulmones. Está sentenciado. Soy un buen tirador. Ya se han abalanzado sobre mí los policías. Me reducen en el suelo y, esposado, me sacan de la casa.
En la habitación soy consciente, por primera vez, de que mi vida se ha detenido los últimos quince años. Salgo de allí cuando las lágrimas se hacen notar de nuevo y se pierden en mis labios. Desciendo la escalera y vuelvo a subirla con el bidón. Dejo regueros de gasolina en el piso alto y en las ventanas y luego en la escalera y en el piso bajo. Enciendo el fósforo, lo arrojo y las llamas brotan, se extienden por toda la casa y ascienden escalera arriba. Con los escasos recuerdos de mi vida en la maleta y, sin volver la vista atrás, salgo de la casa y me dirijo a la estación. Me espera un viaje hacia un destino desconocido. Mientras me alejo oigo el crepitar de las llamas que devoran la casa.
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