A las ocho en punto de la mañana las puertas de la prisión se abrían lentas y ruidosas. Tras ellas un desaliñado personaje asomaba su pequeño cuerpo. Apenas cincuenta kilos, un pelo engominado con rabia, nariz aguileña y unas más que evidentes bolsas en los párpados. En ese rostro había toda una vida de peripecias y miserias. Antonio González Gutiérrez, más conocido como Antoñito, daba pasos cortos, lentos, miraba sin parar tras él. La puerta comenzaba a cerrarse. Los guardias que la custodiaban se reían y gritaban ¡Antoñito sé bueno y no vuelvas por aquí, ponte a currar que ya es hora!

Ya en la calle se sentó, con la única compañía de su vieja bolsa de deporte y miró al cielo. No había muros, ni torres de vigilancia, su vista se perdía en el horizonte, una sensación que le inquietó, se sentía levemente mareado. Ahogado de libertad, se lanzó como un loco contra las puertas que acababan de cerrarse, golpeándolas una y otra vez.

«Abrid la puerta, cabrones, abridla por dios, quiero volver, quiero mi celda, no quiero ser libre, todavía estoy sin reinsertar, ¿lo oís? Sigo siendo un delincuente, una mala persona, un peligro para la sociedad, abrid la jodida puerta de una vez.»

Los guardias reían en su garita sin dar crédito a su actitud.

«¿Pero no me oís ? Maldita sea, no quiero ser libre, ¿no lo entendéis? Quiero mi celda, joder, o abrís la puerta o mato a la primera anciana que se cruce en mi camino o al chofer del autobús, los mataré a todos.»

Sus gritos se perdían en el aire. Nadie creería que un desgraciado como él de repente pudiera convertirse en un asesino. Él no quería matar a nadie, más bien sería incapaz. Lo suyo desde pequeño siempre había sido el robo, pero de baja estofa.

Cerró los ojos agobiado por la claridad del cielo.

Su madre pasó por primera vez por el cuartelillo de la guardia civil a buscarle cuando contaba tan solo doce años. Se había juntado con Ernesto, un chaval tres años mayor, fuerte, espabilado y bastante peligroso para su edad. A su lado se sentía protegido y comenzó con sus primeras fechorías, pequeños robos en las tiendas del barrio, radiocasetes y algunos bolsos.

A partir de ahí todo fue un ir y venir a los correccionales donde seguía aprendiendo a delinquir más que a reinsertase. Junto a críos como él fue formando su pequeña familia; sentía más cariño entre aquellas paredes que con sus padres. Lo suyo nunca fue un hogar, ni en lo físico ni en lo emocional.

Por eso pasaba el día en la calle junto a Ernesto. Era como su sombra, le ejercía de recadista, de vigilante y de chivo expiatorio en muchos casos. Había un pequeño sótano abandonado al que accedían a través de un ventanuco y establecieron en él su cuartel general. Siempre tenían nuevos socios y cómplices, pero con el tiempo el único que permanecía era Antoñito.

Allí decidían sus objetivos y allí guardaban sus botines, un variopinto tesoro de radios, chamarras, ropa de marca, calzado, incluso un jamón que servía a menudo de tentempié; fueron malos y buenos tiempos a la vez.

Agotado por los golpes y los gritos se sentó con la espalda apoyada en la puerta de la cárcel, como si no quisiera perder el contacto físico con ella.

«Serán cabrones, hacerme esto a mi, soltarme, ponerme en la calle, me dan la libertad ¿que libertad? Me cago en vuestros muertos, si yo lo que quiero es volver, no tengo a donde ir, ni nadie me está esperando. Y dicen estos cabrones que ya he cumplido mi condena…no es posible, seguro, seguro que lo han calculado mal, que esta gente no sabe ni contar. Que he redimido pena por buena conducta, qué sabrán ellos, pero si nadie ha robado más del economato que yo, que me he pasado el día llenándome los bolsillos de tabaco, conservas y todo lo que pillaba; si nadie ha fabricado más punzones con los cepillos de dientes que yo, incluso arrancaba las hojas de los libros de la biblioteca para usarlas de papel higiénico ¿Eso es buena conducta? ¿Cómo pueden hacerme esto a mí ? Esa gentuza no tiene alma, ni corazón, ni sentimientos, no piensan en la gente, ni en la sociedad, sólo piensan en ellos. Tanto asistente, tanto psicólogo ¿para qué? ¿Para llenar las calles de gente mala ,desalmada, peligrosa como yo? Algo no funciona en este país, ya lo decía mi madre: no te fíes de todos esos señoritos de corbata, que no te harán nada bueno.»

Antoñito maldecía su suerte; llevaba quince minutos tras los muros de la cárcel y ya añoraba todo, su celda pequeña y decorada con fotos de Bruce Lee, de Camarón y de Rocky Balboa. Extrañaba los paseos por el patio, sus partidas de parchís , las películas del oeste los domingos por la tarde. Todo le producía un gran vacío en su interior.

Quizá pudiera vivir sin todo eso, pero lo que realmente echaba de menos y lo que le había partido el corazón, era la falta de Manuel, su compañero del alma, de celda y de cama. Nadie en su vida le había querido como él, al fin a su lado encontró a alguien que le quiso como era, que no pretendía cambiarle, al que le hacían gracia sus chistes.

Ocurrió una tarde mientras estaban limpiando la celda que compartían, sus manos se rozaron sin querer; al girarse sorprendidos sus ojos se encontraron por primera vez, en silencio sin saber qué decirse, tardaron varios días en volver a hablar, les daba vergüenza, necesitaban tiempo para admitir que en aquel roce había surgido algo más que una amistad.

Al fin los días ya no eran tan largos, la celda se asemejaba a un hogar, ése que nunca tuvo; aquellos diez metros cuadrados se convirtieron en un oasis, allí al fin descubrió el amor que siempre se le había negado. Con Manuel todo parecía sencillo, no era hombre de muchas palabras y a pesar de que sus rasgos eran fuertes y marcados, en el fondo era un tierno, algo que ocultaba a todo el mundo. En la cárcel las apariencias lo son todo. En cambio con Antoñito se creó un vínculo en el que sólo con mirarse ya se entendían. Entre los gruesos muros de piedra, una vida que nunca fue amable ni fácil con ellos, les brindaba una nueva oportunidad.

Al principio mantuvieron en secreto su relación, la naturaleza hostil de la cárcel no era la más adecuada para mostrar sus sentimientos, sólo en la celda se atrevían a comportarse como una pareja. Se cuidaban mutuamente; aunque parcos en palabras los mimos y las caricias fueron haciéndose cada día mas habituales y acabaron por disfrutar de su nuevo estado liberados al fin de todos los prejuicios, propios y ajenos.

La cárcel es grande pero pequeña y los chascarrillos no tardaron en llegar; siempre juntos, siempre inseparables, aquello era más que evidente. Aún así consiguieron el respeto de los presos y de los funcionarios; tal vez la corpulencia de Manuel ayudó a esa tranquilidad. Entre paseos por el patio y el trabajo en los talleres, los cuatro años siguientes fueron un inesperado regalo que nunca hubiera soñado.

Pero a Manuel aun le quedaban diez años de condena. Con su recuerdo, con su ausencia, Antoñito volvió a golpear la puerta. «Dejadme entrar cabrones o mataré a la primera anciana que se me cruce en el camino.»

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Crítica del jurado

I. Muy bien organizada la información de este relato. Muy bien contado. Con ese final tan conmovedor que termina por explicar todo el cuento. Magnífico.

II. Tenemos a un entrañable personaje que no quiere quedar en libertad, que no soporta salir de la cárcel. La escena del comienzo abre un montón de expectativas y al final acaba resultando que sus motivaciones para desear su encierro son muy simples: puro amor.

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