Eran las tres de la tarde y Josefina aún no había comido porque estaba atrapada en un vagón del metro de la línea diez, con una maleta en la mano y mucha hambre en el estómago. Había llegado a las dos y cuarto a la estación de Chamartín y se dirigía a su casa, en Tribunal, cuando el metro se paró entre dos estaciones después de un gran estruendo; en el túnel y en los vagones se encendieron las luces de emergencia. Por la megafonía interior dijeron que era un problema de interrupción en la corriente eléctrica de la catenaria y que pronto se iba a solucionar.
Una hora más tarde continuaban presos en los vagones sin poder salir. El calor era considerable y los viajeros comenzaron a protestar, contra nadie, porque allí dentro no había ningún responsable que se hiciera cargo de sus quejas. Hacía un rato que los altavoces no pedían disculpas ni paciencia, cuando un grupo de hombres se dirigió al vagón de cabecera: la puerta estaba abierta y el asiento del conductor vacío.
En el momento en que volvió la expedición y anunciaron que no había conductor, hubo un gran alboroto entre los pasajeros. ¿Qué podría haber pasado en la superficie para que después de tantas horas siguieran sin auxiliarles? ¿Dónde estaba el maquinista? Estas eran las preguntas que muchos de ellos se hacían. Se decidió entonces abrir las puertas pulsando los botones de emergencia. Las treinta y seis puertas de los coches se desbloquearon al mismo tiempo. La expedición ahora se dividió en dos y una mitad fue túnel adelante y la otra, hacia la parada anterior que Josefina creía recordar, era Cuzco. Nueva decepción y nuevo revuelo entre los viajeros. El túnel se hallaba cortado en ambas direcciones por enormes bloques de piedra, hierros retorcidos y grandes fragmentos de hormigón, no quedando ningún resquicio por el cual pasar al otro lado en ninguno de los dos sentidos y además, había un evidente peligro de que el derrumbe continuara.
El reloj de Josefina marcaba las once. En la superficie ya era de noche, pero en el convoy suavemente iluminado por las luces de seguridad todo seguía igual. Pequeños grupos cuchicheaban y entre ellos, el que se eligió asimismo como líder un hombre de unos cuarenta años bien trajeado y oliendo a lavanda, acababa de decir que en total eran cincuenta y dos los viajeros de aquel tren. El mayor tenía sesenta y cinco años y era una mujer que durante todo ese tiempo estuvo enfrascada en la lectura de un libro, como esperando su parada para apearse y continuar con sus quehaceres. El más joven era un escolar que venía del oculista y no pasaba de los catorce años. Estaba muy feliz, según contó, por no tener que ir al colegio y haberse librado de un examen de geometría esa misma tarde. No paraba de jugar a los videojuegos con su teléfono ya que no había cobertura y el móvil no servía para otra cosa. Tiempo después, cuando se le acabó la batería, sacó un calendario de bolsillo, de esos acartonados que tienen una escala de diez centímetros en uno de los bordes y comenzó a medir la vía en dirección norte, mientras apuntaba con un lápiz los resultados en una libreta; después, hizo lo mismo con la vía en dirección sur. Finalmente midió los seis vagones del metro y lo sumó todo, dando como resultado la cifra de dos mil ochocientos noventa y cuatro metros. Tocaban a más de cincuenta metros lineales de túnel por cabeza, que eran más metros de los que tenían en sus propias casas.
Cuando por consenso decidieron dormir, se fueron tumbando como pudieron en el suelo de los vagones para pasar la noche. Algunos ya eligieron pareja para tenderse a su lado, otros prefirieron descansar más tranquilos en el último vagón.
El reloj marcaba las ocho y media de lo que debía ser la mañana, cuando las voces de un joven muy mal vestido despertó a todos. Había descubierto enredando entre los tubos de la maquinaria del convoy, que el líquido de frenos estaba buenísimo y su cara de satisfacción así lo pregonaba. Todos sin excepción se fueron a desayunar chupando del tubo por turnos, hasta que con un par de buches de aquel fluido quedaban saciados. Algunos comenzaron a cantar y luego improvisaron bailes que se suponía eran regionales. El líder convocó una junta para tratar entre todos la situación y el modo de actuar ante aquel percance. Sólo se presentaron la mitad, más o menos; el resto estaba ya sesteando y los más jóvenes andaban desaparecidos, pues trataban de agrandar con las herramientas que encontraron en la cabina del maquinista, un conducto que nacía en la pared del túnel. A lo lejos se oía el ruido de los picos y martillos. De la junta no se sacó nada en claro. Los que asistieron no estaban preocupados en absoluto y se relacionaban entre ellos como si estuvieran en un cocktail.
La mujer de más edad acabó de leer su libro y con unas tijeritas que sacó de su bolso, comenzó a recortar las páginas hasta que tuvo ciento ocho pedazos; después con un rotulador empezó a pintar los trozos de papel hasta formar dos barajas completas. Incluso hizo cuatro comodines porque a ella lo que más le gustaba era jugar a la canasta. En cuanto acabó, no tuvo ningún problema para encontrar jugadores.
Josefina conoció a un hombre maduro que dijo se dedicaba a los masajes. Era fisioterapeuta y como ella tenía algunas contracturas, entre las vías comenzaron las manipulaciones del masaje. Era genial estar en aquella semipenumbra y con aquel fresquito recibiendo el masaje de unas manos expertas. En la distancia, continuaba el ruido de los que picaban para ir avanzando a través del conducto. Cada vez se oía más amortiguado.
Entre los viajeros se encontraba un cadete de marina que venía de permiso desde Ferrol. Se le ocurrió la idea de golpear con un martillo la vía del tren enviando señales de morse para pedir auxilio. Estuvo tres largas horas transmitiendo S-O-S sin ninguna respuesta. Cansado, pasó del morse a la percusión ya que el metal de la vía tenía muy buena resonancia y en poco tiempo se le unieron otros pasajeros que tras arrancar algunos de los asientos, los golpeaban rítmicamente hasta lograr una cadencia a la que no tardaron otros muchos viajeros en ponerle movimiento, bailando al ritmo que los percusionistas les marcaban. Era una manera estupenda de hacer ejercicio para desentumecer los músculos.
Al cabo de unos días, el olor a humanidad comenzó a ser desagradable. El líder con un extintor en la mano, fue llamándoles uno a uno y vestidos les rociaba con la espuma, mientras el que estaba siendo duchado se frotaba enérgicamente. Cuando la espuma desaparecía por sí sola, el pasajero quedaba radiante, incluso con más volumen en el cabello aunque eso sí, la ropa un poquito acartonada pero ni rastro del mal olor.
Alguien advirtió que hacía tal vez una semana que no se oía el ruido de los que picaban el conducto; enseguida el líder mandó a dos jóvenes mellizas, una rubia y otra morena que no se parecían en nada, para que fueran a investigar.
En las horas fijadas para el descanso, los vagones se convertían en un arrebato sexual y hubo algunas protestas; entre todos los presentes se llegó a la salomónica solución de apartar dos de los seis vagones. Al último vagón lo desengancharon empujándolo unos doscientos metros y allí se iban cada noche catorce adultos, el chico más joven y dos adolescentes que eran amigas. A partir de ese momento se hicieron llamar el club de los castos. El primer vagón lo reivindicaron los nudistas y también lo separaron unas decenas de metros para que pudieran transitar por él sin nada de ropa. Los cuatro vagones centrales quedaron como lugar común para todos.
Las mellizas tardaron en volver el equivalente a dos días en la superficie. Contaron que habían seguido el túnel durante muchísimos kilómetros sin encontrar a nadie; luego, cosa rara, el túnel comenzaba a descender en una pronunciada pendiente hasta acabar en una especie de sala, y que allí sólo había un pozo con una amplia escalera helicoidal tallada en sus paredes. Debía de ser muy profundo porque agudizando el oído y en silencio total, se podían escuchar risas y carcajadas muy amortiguadas por la lejanía. Al terminar de explicarlo, la gente comenzó a aplaudir y las vitorearon como si fueran heroínas.
Josefina y el masajista se hicieron inseparables. Se les podía ver paseando vía arriba, vía abajo, sobre todo después de la siesta. Algunas veces visitaban el vagón nudista y pasaban allí algunos días pero nunca se les vio dormir en el vagón de los castos.
Un día o una noche – porque nadie se había tomado la molestia de controlar las horas para saber el tiempo que llevaban allí encerrados– oyeron unos fuertes ruidos que provenían del desplome de la zona norte, la que estaba en dirección a la estación de Cuzco; todo el que quiso se fue para ver qué pasaba. De entre los escombros del derrumbe salía, aparte del fragor de los martillos neumáticos, unas nubecillas de polvo de color grisáceo. Los presentes se dieron cuenta de que el rescate estaba ya próximo y cabizbajos se dirigieron hacia los vagones. El líder los reunió a todos y después de algunas deliberaciones, tomaron una decisión.
Varias horas más tarde, un potente haz de luz seguido de una cabeza con casco amarillo emergió de entre las piedras y al cabo de un momento después de observar, comenzó a dar voces: ¡No hay nadie! ¡Aquí no hay nadie! Cuando el pasadizo entre los escombros estuvo practicable y bien apuntalado, una comitiva de bomberos, políticos y fotógrafos se dirigieron con extrañeza hacia los vagones del metro. Tampoco allí encontraron a ningún pasajero, tan sólo dos vagones desenganchados y algunos asientos rotos en las vías. Nunca se percataron de que la oquedad del conducto que nacía en la pared del túnel, había sido reconstruída desde dentro con mucha maestría para hacerla indetectable desde el paño cóncavo del muro exterior.
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