La cuidadora de la Tierra

Cada día cuando llegaba a su rincón favorito, saludaba a las plantas, alababa su belleza, el verdor de sus hojas, los capullos de rosa, los brotes verdes o la flor abierta. Los paseantes asiduos del parque la miraban raro, incluso alguno apuntaba a una cierta flojera de tornillos en ella cuando la veían detenida largo rato ante alguna planta. Se extasiaba con el olor de la lavanda y felicitaba a la salvia por su gran desarrollo. Su mayor aspiración era ver a los hombrecitos verdes, esos que se ocupan de las plantas y del cuidado de los jardines de este mundo. Nunca los había visto en persona, aunque estaba segura de que existían porque en algunos días especiales, los pájaros dejaban de trinar, el viento detenía su camino y las personas parecían tomar otros senderos distintos. Se hacía un silencio profundo e inmóvil que se extendía como una niebla por el jardín, y ella se quedaba quieta… esperando… Agudizaba la vista para ver si los distinguía entre el follaje verde. Nada. Decían las leyendas que son muy pequeñitos. Entonces pedía una señal de que estaban ahí. Y siempre, indefectiblemente, una hoja o una ramita se movía, un fruto caía al suelo delante de ella, o una flor dejaba caer sus pétalos a su paso. Con eso le bastaba para creer. Y así era feliz.

Desde que llegó a ese barrio había estado paseando cada día por el parque, y cada día realizaba la misma ceremonia, saludando, alabando, disfrutando del olor del azahar en primavera y del jazmín y las rosas en verano. Le causaba asombro lo mucho y lo rápidamente que crecían las distintas plantas y arbustos, y celebraba con ellos el proceso de la vida en la Naturaleza. Hacía más de 2 años que llevaba a cabo este ritual. A ella le parecía que el jardín estaba cada vez más bonito y más frondoso. A veces, se cruzaba con paseantes desconocidos que la paraban para comentarle lo bien que olía el azahar ese día o lo privilegiados que eran por tener semejante lujo de jardín para pasearse. No sabía muy bien por qué se dirigían a ella, pero, no obstante, sonreía complacida como una madre orgullosa. Y por si acaso la podían ver, guiñaba el ojo a los hombrecitos verdes, dándoles las gracias.

También los jardineros que cuidaban del jardín se preguntaban por qué en los últimos tiempos todo parecía estar más bello y lustroso, y por qué las plantas crecían como nunca, a toda velocidad. No era casualidad, no. Pero eso ellos no lo sabían.

Empezó, poco a poco, casi sin darse cuenta, a comunicarse con las plantas. Le hablaban -es un decir- no cómo se hablan los humanos, sino con una comprensión que va más allá de los sentidos, en otra dimensión como si dijéramos. Al principio le chocó. Le parecía recibir mensajes o sensaciones cuando hablaba a las plantas. La saludaban y le pedían su opinión acerca de su desarrollo, su belleza o su aroma. Pensó que eran imaginaciones suyas, así que para comprobarlo preguntó a las plantas de sus macetas si les gustaba estar donde estaban o preferían otro sitio. Para su sorpresa recibió respuestas diciéndole donde querían estar y que querían más agua, o necesitaban alimento o sombra. Ella diligentemente las cambiaba de sitio adónde le indicaban. Allí también había hombrecitos verdes, aunque no los viera. Seguramente serían ellos los que se comunicaban con ella. ¿Quién sabe? La cuestión es que las plantas mejoraban en muy poco tiempo. Así que acepto como algo natural su capacidad de comunicarse con el mundo verde. Claro que esto no se lo podía decir a casi nadie, la hubieran tomado por loca.

Pasó el tiempo y una mañana empezó a sentir rumor de olas en sus oídos, sabor a sal en su boca y cosquilleo de arena en sus pies. Pensó que soñaba o imaginaba, pero estas cosas se repetían cada día. Las imágenes del mar no se iban de su cabeza. Convencida de que esto tenía que tener algún sentido, que no alcanzaba a entender, se esforzó por escuchar el mensaje implícito. Así fue como supo que su tiempo en el jardín había terminado. Tenía que emprender un nuevo camino. El mar la reclamaba, era una llamada de socorro. Los desastres causados por los humanos requerían su atención.

Sin dramas ni aspavientos aceptó su destino, preparó sus maletas, se despidió de los pocos amigos y cerró la casa. Los que la conocían algo no entendían nada de este cambio tan repentino. “Pensábamos que eras feliz aquí”, le decían. Y ella sonreía y respondía que sí, que lo era, pero que ahora tocaba otra cosa. Y se marchó al mar.

Desde hace mucho tiempo pasea solitaria cada mañana temprano y cada atardecer por la orilla del mar. Sonriendo alaba la paleta de colores del mar, la transparencia cristalina del agua, la filigrana delicadísima, de encaje de bolillos, de la espuma de las olas y hasta la fuerza y el rugir del oleaje en días de tormenta. Descalza camina con plena consciencia del polvo de oro bajo sus pies, transmitiéndole todo el amor y la alegría que le produce pisarlo. Cuando bucea imitando a los delfines, mira a su alrededor esperando ver a la gente del mar. Ha leído que existen las sirenas, las ondinas y tritones, y otros seres marinos que se ocupan de los mares de este mundo, sabe que están ahí pero no se dejan ver. Sin embargo, cada vez que se mete en el agua, un montón de pececitos de todas clases, desde boquerones a doradas y lubinas, se acercan alegres y felices a recibirla y la acompañan mientras va nadando y sintiendo la refrescante sensación del agua en su piel. A veces, hasta le mordisquean los pies y le hacen cosquillas. Son sus mensajes de bienvenida y ella siempre les da las gracias por cuidar tan bien del mar. Con eso le basta para creer. Y sigue siendo feliz.

Desde hace un tiempo, las praderas de posidonia, los corales, los peces y delfines, los crustáceos y los moluscos han vuelto a aparecer creando colonias llenas de luz y color como un mercado oriental, y el mar, para sorpresa de los científicos, se ha llenado nuevamente de vida.

Anoche ella se marchó tan discreta y en silencio como había sido su vida. Se quedó hasta muy tarde en la playa, escuchando la invitación seductora que le hacia el mar con susurros ocultos en el sonido de las olas que lamían la orilla. Le dijo que la hora había llegado, la hora de marcharse a ese mundo que ella había estado rozando toda su vida: el mundo mágico de lo que es natural.

La luna llena surgió del mar como una bola de fuego y se fue elevando lentamente. Le sonreía desde su cara plateada y brillante. En un momento dado la luna extendió una escalera de plata hasta ella por encima del mar y ofreciéndole la mano se la llevó consigo sobre su estela. Feliz. Ya no le hacía falta creer, ya era uno de ellos, uno de los cuidadores de la Tierra.

Y yo lo sé porque ella era mi abuela y me sopló suavecito su historia al oído antes de marcharse.

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