Ya sabes lo mal que duermo y tú debiste morir mientras yo en uno de mis insomnios estaba asomado a la ventana, mirando la bahía, con Pedreña al fondo. Solo adivinando las montañas a lo lejos en la inmensa oscuridad, con las luces de la ciudad patinando en el agua tranquila de septiembre. Con la luna iluminando vagamente esas líneas de espuma en el mar que separan las distancias, con el suave aire lleno de salitre humedeciendo mi cara mientras yo me fumaba un cigarro, pensando que tal vez así me entraría el sueño. Con la cama vacía desde que te fuiste hace ya tanto tiempo, aunque ocasionalmente alguna mujer intente ocuparla pensando que quizás un día pueda ser su cama también. Y yo sabiendo, odiando saber, que eso es imposible.

Cuando estabas conmigo, te habrías dado la vuelta en la cama y al sentirla fría y vacía en mi lado, te habrías levantado y habrías venido conmigo a abrazarme inclinada sobre mi cadera, dejándome ver tus pechos cimbreándose por debajo del camisón liviano. Y yo habría rodeado con mi brazo tu cintura mientras tú, vencida del sueño, apoyarías la cabeza en mi hombro y me preguntarías, ¿no vienes a la cama?

Esa misma luna que mirábamos los dos. Luna turbia, atravesada por nubes grises de resto de incendio. Nos mostraba la misma cara, como si fuera solo un anverso, y yo adivinaba en tus ojos somnolientos, superados, una cara oculta más allá de la que veía, que me decía que lo que hay es suficiente.

Todo lo importante llega así siempre, de repente. Tus ojos una tarde, tu sexo abierto y palpitante, la puerta cerrándose detrás de ti, la soledad como un lobo que te ataca de noche saliendo entre las sombras. Y también tu muerte. Una llamada, desde tu mismo número de móvil. Marisa ha muerto y por deseo suyo, te avisamos. Ya sabes que yo nunca lo habría hecho.

Y, fuera de sitio, paseo junto al mar, queriendo interpretar, ignorante de lo que viene ahora. Con la gente aún ligera de ropa saliendo de la playa, con sus bañadores de colores, del verano a punto de terminar, con el sol ya no tan perezoso, con la tarde ensangrentada por un crepúsculo sorprendente. Esa frase te habría gustado para mi cuento. La tarde estaba ensangrentada por un crepúsculo sorprendente. Lo ves, ya lo he puesto, como hubieras querido. Y este cuento que nunca leerás es el tuyo.

Habrías hecho mil fotografías de los bañistas, las palmeras de Piquío, la pintada de la pared con un dibujo obsceno, mis zapatillas azules un tanto desgastadas, un perro sacudiéndose. Y yo, a tu lado, te habría metido prisa para no ir a ninguna parte, solo por sentir que tu tiempo dependía de mí, de mi impaciencia. Y ya a última hora de la tarde, en nuestro estudio, te habrías puesto con el portátil a ordenar tus trabajos, mientras yo, con un bourbon a deshora, escribiría cosas que en realidad no tendrían la importancia que tiene esto ahora. Habríamos hecho el amor con mesura, con satisfacción, sin obligaciones, sin pensar más que en nuestros cuerpos, de esa forma irracional que nos conducía siempre.

Pero hace ya mucho tiempo de eso. Te fuiste un día; tú recordarías con precisión cuál. Yo soy muy malo para las fechas. El recuerdo hace siempre menoscabo de la vida. Hace trabajo sucio para defendernos; en realidad, aquello no era tan bueno. Aunque hay una chispa de algo que lo contradice, que nos produce una presión, que se ancla en lo irracional y nos impide avanzar.

De Santander a Burdeos hay cuatro horas y media. El otro lado de mi universo. Una larga distancia sintiendo que el mundo cambia, que cada ciertos kilómetros la montaña se aplana un poco más, y en Las Landas se hace llanura sosegada, casi mustia, invitándome a pensar que yo podría haber emprendido este mismo itinerario hace tiempo, haber luchado por ti. Pero yo, como un perro sin amo, no varío, sino que me manifiesto cómo soy con más claridad, desubicado y huraño y sigo la autopista de asfalto más gris, atravesando la misma capa de lluvia fina que dejé en la partida, sin saber realmente para qué voy, suponiendo que la llamada comunicando tu muerte es como una invitación tuya desde el más allá.

Por el camino intento adivinar tu vida sin mí, con ese Pierre en el que viste de alguna forma lo que yo era, siendo tan distinto. Un hombre abierto, una buena casa, un cúmulo de amistades, de vida social. Las puertas abiertas de una ciudad grande a una fotógrafa de talento e inquietudes. Otro hombre que no tuviera mis defectos.

Cuando llego a Burdeos, dejo el coche y paseo. En el Puerto de la Luna, contiguo al estuario, te imagino en esta ciudad con otras personas, con el pasado en el que yo me difumino, taconeando por este mismo empedrado, viviendo de otra forma ajena totalmente a mi necesidad de ti, y por un momento me parece estar siguiendo tus huellas.

Aún no me atrevo a ir a esa casa en las afueras donde has vivido, y me siento en un bistró a tomar una cerveza y un bocadillo. La idea de volver sobre mis pasos me asalta y me hace pensar que en realidad todo da igual. Pienso en tu sonrisa, engullida por los años y creo que esta expresión te hubiera gustado también para el cuento. Tu sonrisa está ya engullida por los años. Ya la tienes escrita.

Una bandada de pájaros atraviesa la calle y su estrépito me saca de mis ensoñaciones.

Cuando llego a la dirección, descubro la casa, una villa con las paredes tapadas por la hiedra, rodeada de rejas de hierro forjado con un cartel pretencioso, «Fer á cheval». Por dentro, un pequeño jardín circundado por un seto podado con geometría perfecta y un coqueto arriate de alegrías que conduce a la puerta principal de madera.

Al entrar, una mujer mayor, de pelo blanco recogido, con un pantalón oscuro y una chaqueta abotonada me mira con seriedad y me deja en el descansillo de la entrada cuando le digo mi nombre y torpemente le intento explicar las razones de mi visita, un momento, s´il vous plait. Un mueble antiguo de madera de nogal con un espejo alargado junto a un gran perchero me devuelve mis defectos; mis ojeras, mi barba rala, mi pelo despeinado, la camisa por un lado fuera del pantalón. Al fondo, se ve un largo pasillo en cuyo recorrido se alinean entradas a habitaciones con puertas cerradas y, a la derecha, una larga escalera que conduce a la planta de arriba. Me parece una casa colosal, desproporcionada para ser tu casa. Tú que apilabas tus cosas por todos los lados, en nuestra cocina, con el fregadero lleno de vasos y el pequeño frigorífico cuya puerta debíamos abrir con cuidado para que no diera con la mesa.

La mujer abre las puertas francesas del salón y me invita a esperar, entrez dans la piéce, s´il vous plait. Un poco intimidado me quedo solo en la estancia. Una boiserie en cuyas vitrinas se exhiben diversas piezas de cerámica, una librería repleta de todo tipo de libros, unos amplios sofás con una mesa auxiliar de ébano en el centro. Pero yo me detengo en un marco con una foto; en ella estás tú abrazando al tal Pierre Delatour; los dos sonriendo. Tú con esos ojos atónitos con que me mirabas cuando me contabas lo de tu exposición en Madrid, con el pasador de carey que te ponías a veces, cuando querías ir realmente guapa. Y detrás el mar, lo que me parece el colmo, porque te recuerdo que yo te di el mar. El mar al menos era mío. En la Magdalena nos sentábamos para verlo agitado rompiendo hasta cubrir la isla de Mouro. Y mi mar en tu cuerpo salaba mis besos en todos sus rincones.

Por un lateral entra Pierre. Es un poco más bajo que yo, aunque su presencia parece firme, rocosa. Lleva una americana azul marino y una camisa blanca. Sus ojos son claros, casi transparentes, su tez morena, su escaso pelo, peinado hacia atrás, deja entrever las primeras facturas de la vida. Nos miramos sin palabras. Puedo adivinar sus cálculos, como él los míos; la búsqueda de esa simetría cuyo eje era Marisa. Entender qué hay de él en mí y viceversa. Qué hay de ella en ambos.

En realidad, no sé para qué ha venido, me dice en un español bastante pulido. Todo ha sido muy rápido y el avisarle no fue nada más que por cumplir la voluntad de ella.

¿Sufrió mucho?, pregunto incompetente, movido por la obligación inconsciente de decir algo, de no permitir el silencio.

Pierre no contesta en principio. Permanece ahí de pie, incómodo, conteniéndose. No me invita a sentarme.

En realidad no creo que eso le incumba ya, ¿no le parece?, y me mira con un gesto de odio. Son muchos años, para que esto ya le importe.

Recuerdo una noche en nuestro balcón. Me ha venido la regla, me dijiste. Habías tenido un retraso y esa era la pequeña noticia del día. Yo fumaba y te abracé. Me sorprendió verte llorar. ¿Por qué lloras? Y entonces me miraste con esos ojos de mirar dos veces, las cosas que no suceden son oportunidades que uno pierde, ¿no crees? Y la luna, de testigo de cargo, mostrando lo que puede mostrar y ocultando lo que oculta. Fíjate si me acuerdo.

¿Puedo ver el cadáver?, le pregunto a Pierre. No, no es posible. Preferiría no verle ni por el velatorio, ni por el entierro. Eso no cambiará ya las cosas, ¿no cree?

Cuando te fuiste de casa te odié. Creí que eras injusta, que nadie te daría nunca lo que yo te estaba dando. Así sufrí mucho tiempo, hasta que uno deja de sufrir simplemente porque no se da cuenta ya, porque llega a vivir uno con el dolor como con la saliva que tenemos en la boca.

Pierre, incómodo, me invita a salir del salón abriendo las puertas francesas. Marisa se reía de usted. Lo suyo fue una chiquillada.

Ya en la puerta de la calle me entrega un sobre. Esto es lo que me pidió que le diera. Ignoro lo que dirá en él, ella quiso que fuera un secreto, pero créame si le digo que conmigo fue plenamente feliz.

Mientras vuelvo por la misma autopista del viaje de ida, adivinando el mar más allá de la campiña fragosa, quiero pensar en la Marisa que preparó la carta.

«Querido Fran, ¡te he echado tanto de menos estos años¡ Siempre te he querido y siempre te querré…». Y esa Marisa lloraría ante lo irremediable y con la congoja de la felicidad reconocida, con el pasado nuevamente revivido y reflexionado.

Y, por un momento, mis ojos se humedecen y vuelvo al primer día. Es muy extraño cómo el amor puede entrar dentro de nosotros. Nos presentó Ricardo, nuestro común amigo de la sala de exposiciones de la calle Maíllo. Llevabas los hombros al aire y me lanzaste una mirada de desdeñosa curiosidad.

El viaje me hace tejer versiones improbables.

«Hola Fran, te escribo para despedirme porque sé que pronto moriré. Sé de tu carácter melancólico que se empeña en enfangarse en las cosas que no suceden, despreciando lo que tienes por delante. Quiero que sepas que he sido plenamente feliz con Pierre. No debes de pensar en mí como la persona que te quiso, pues en la vida lo último que pasa es lo que prevalece…».

Ser feliz es que te cojan la mano cuando no lo esperas, que te despiertes con un beso suyo jodiéndote el sueño, que estés en casa, ella ausente, pensando ¡cuánto tarda¡ Es solo que no te das cuenta cuando eso sucede. Y tu avaricia te hace querer controlarlo todo de ella, saber con certeza. Pero siempre hay algo que se te escapa. Y un día no se pone pendientes y no sabes por qué, o decide ir andando, en lugar de llevar el coche. No sé, pequeñas cosas que luego son grandes y te hacen entender que la felicidad no es absoluta.

«Fran, te escribo para despedirme. Cuando tengas esta carta ya estaré muerta. Tuvimos nuestro momento; tal vez pudo haberse prolongado. Nos podíamos haber acostumbrado a vivir con esa felicidad que sin duda tuvimos. Pero las cosas pasan y los últimos años también he sido feliz. Todo es igualmente válido; en tu parte, te quise y me voy con tu recuerdo…».

Cuando llego de noche a mi casa en Santander y tiro encima de la cama la pequeña maleta que no había abierto con una bolsa de aseo y una camisa limpia, me sirvo un vaso de bourbon lleno, casi mojándome los dedos, y lo sorbo hasta vaciarlo. Dolorido, solo, cobarde ante la vida, siento el amor aún comprimirme hasta la asfixia. Un amor vacío, con tu muerte, un amor intransitivo.

Entonces, abro las viejas puertas del balcón, como las tapas de un ataúd, para respirar la noche, como tantas otras veces, enciendo el cigarro y cojo la carta sin abrir.

La luna me mira blanca, enjoyada, radiante, en la noche templada. Descarada y coqueta, con la única cara que puede mostrar, porque la otra nunca la veremos. Y yo pienso en ir acabando el cuento, jugando a suponer cómo te gustaría que fuera su final.

Pero claro, en mi cuento la chica no muere. Debe vivir siempre en el recuerdo, si es que no hay otra cosa.

Por eso doy una última calada a mi cigarro, trago el humo, lo expulso por la nariz, y con dos dedos lanzó la colilla a la calle.

Y, acto seguido, cojo tu carta sin abrir, tu última huella, cuna de posibilidades, y la rompo en mil pedazos que veo suspenderse flotando en la fresca brisa nocturna que el mar apacible llena de salitre.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS