EL SONIDO DE LAS CHINCHETAS

EL SONIDO DE LAS CHINCHETAS

 

 

 

Casi todos los días mis pies me llevaban hacia el tribunal. Digo que me llevaban porque mi vista estaba siempre ocupada en leer alguna demanda civil. Aquella mañana, cuando atravesaba la plaza ajardinada que hay antes de llegar, tropecé con una rama y, después de algunos pasos vacilantes, yo, mi traje, mi cartera y mi expediente caímos en la tierra húmeda. Sentí dolor en la rodilla, que aumentó al contemplar cómo los folios volaban y se esparcían por el suelo. Se acercaron hacia mí dos personas con mal aspecto, por lo que me levanté con mucha hombría como si allí no hubiera ocurrido nada. ¿De dónde habían salido? Agarré la cartera, me miraron un instante y después salieron corriendo como niños tras los papeles. Recogí los que estaban más cerca y miraba con incredulidad cómo me ayudaban. Volvieron, me entregaron las hojas y se alejaron. Y yo, ahí parado, en medio de la plaza sujetando los folios con las manos sucias, sin saber qué hacer.

Me senté en un banco para limpiarme y ordenar las cosas. Al levantar la vista, observé que en cada banco había un hombre echado, tapado con cartones, rodeado de enseres. ¡Nunca los había visto! Bajé la cabeza y me vi manchado, una cartera muy pesada y un procedimiento que se alargaba sin saber cuál iba a ser su final y todo dependía de él. Sacudí con energía las mangas y traté de disimular el siete que me había hecho en el pantalón.

Me levanté. Al salir de la plaza encontré a un hombre sentado en el bordillo del jardín, apoyado en un carro viejo, martilleando algo que no apreciaba. Nada más pasar oí que me decía:

—Por favor, ¿no tendría usted alguna chincheta?

Me giré hacia él.

—Perdón, no le he entendido —mentí.

—Que si lleva usted alguna chincheta —contestó alzando la voz.

—No. Lo siento. No acostumbro a llevar esas cosas. Pero… ¿para qué necesita usted las chinchetas?

—Para las suelas de los zapatos. Así se desgastan menos, me escucho y los demás me oyen—. Alargó los brazos y me mostró lo que tenía entre las manos: la suela de un zapato ribeteada de chinchetas.

Se calzó el zapato, se levantó y caminó hacia la salida del parque. Cuando hubo llegado a la acera pisó con fuerza y comenzó un pequeño baile de pies. Al chocar contra las baldosas provocó un sonido metálico que me resultó familiar. Giraba en círculos cada vez más rápidos, extendiendo y encogiendo los brazos, que acompañaba con muecas forzadas que distorsionaban su rostro en una feliz locura. Yo era el único espectador pero me sentí el protagonista.

En ese momento recordé a Fred Astaire y Ginger Rogers en aquellas películas en blanco y negro que ponían en la televisión durante las sobremesas de los sábados; el tintineo de las pulseras de mi madre antes de salir, la espera nerviosa por quedarme solo en casa; las palabras de mi padre: «Nos vamos, te quedas al frente de la casa, que ya eres un hombretón». «Sí, papá», sentado frente al televisor, no entendiendo muy bien por qué me llamaba así cuando con quince años, era un verdadero esmirriado; el choque inconfundible de la puerta del ascensor al cerrarse y el ligero movimiento de las cortinas al asomarme por la ventana para verlos marchar; buscar el chocolate y las galletas; coger los zapatos nuevos reservados para salir, ponérmelos y echar dos chinchetas al suelo, pisar con mucha fuerza y sentir como se clavaban en cada tacón y, por arte de magia, la cocina se convertía en un salón de baile. Aquel sonido metálico contra el suelo subía al bailarín de claqué, vestido de esmoquin le elevaba a su escenario particular. Con el olvido del avance de las manillas del reloj, se presentó esa bofetada inesperada que me llegó por la derecha al término de un giro, la pérdida de equilibrio, ese calor de la cara en las manos para cubrirla y la única palabra que mi padre me gritó.

Ese hombre me hablaba y continuaba con su zapateo, pero ya no le escuchaba. Inicié la marcha rápido para no llegar tarde.

Al salir del trabajo entré en la ferretería y fui a casa sin pasar por el bar de siempre. Tiré la cartera en un rincón. Era la primera vez que no tenía intención de continuar trabajando hasta la hora de la cena. Miré absorto el suelo de la cocina que brillaba de una forma especial por la luz del atardecer. No podía retirar la vista de las baldosas, me atraían y necesitaba deslizarme sobre ellas. Los pies, libres de mi conciencia, se despertaron y comenzaron a moverse lentamente para después aumentar el ritmo y realizar pasos que tenía olvidados. Los brazos quisieron acoplarse al movimiento de los pies y mi cabeza al de los brazos. Una vez ajustados todos, no podía parar de danzar. Subí a un escenario nuevo. Escuché mis risas en un silencio que parecía eterno y pensé que tendría que buscar el vestuario y la música adecuada para bailar mi propia coreografía.

Al día siguiente no tenía que ir al tribunal, pero quise pasar por la plaza. Continuaba todo igual. Me encaminé hacia el hombre de las chinchetas. Al llegar a su altura volvió a preguntarme si tenía alguna. Me paré y le entregué una caja. El hombre la abrió, las extendió sobre la palma de su mano y las tocó como si rozara pétalos.

 

 

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