Nunca me encontré a gusto en la casa. A pesar de los grandes ventanales abiertos al jardín, a pesar de la amplitud de sus habitaciones, a pesar de la exhaustiva limpieza. Cada vez que había traspasado sus puertas, la delantera, la oficial, que solo se abría para las visitas de compromiso, o la trasera, que comunicaba con la cocina y era la usada habitualmente, un aire denso y rancio, como de otro tiempo, se cernía sobre mí. Me oprimía como no lo hacían mis escasos cincuenta metros de apartamento en Madrid. Esta vez no había podido encontrar ninguna excusa para zafarme de la visita. La situación lo impedía. Mi madre estaba ingresada después de una operación que, aunque no me habían explicado con detalle, intuía grave.

—Tienes que hacer una cosa por mí, hija —me había dicho cuando llamé al enterarme de su hospitalización.

—Dime qué quieres que haga, mamá.

La verdad es que me sorprendió. No sé si es habitual pedirle a tu hija que revise todos tus documentos y que haga una criba y destruya todo lo que considere superfluo o –recalcó- dañino.

—Yo no tiraría nada porque cada papel tiene un significado para mí, por eso te pido que lo hagas tú.

—¿Y no lo puede hacer mi padre o tú cuando te recuperes? —protesté por ver si me libraba de una tarea que se me antojaba insoportable.

Percibí una sonrisa tan llena de tristeza que comprendí que tenía la corazonada de que no se recuperaría. Alejé de mí esa sombra, convencida de que la estancia en el hospital era la que le causaba esos malos presentimientos y de que, en cuanto pudiera salir de allí, volvería su carácter peleón y enérgico.

—No sé si tu padre podría encontrar algo que no le gustara. Hazme ese favor, cariño.

Me lanzó un beso telefónico y su voz se fue apagando por el sopor que probablemente le causaba la medicación.

Lo primero que descubrí fue que el espíritu caótico que dirige mi vida lo he heredado. Mamá, supongo que en aras de una educación responsable, se presentó siempre ante mí como una convencida discípula del dios orden, pero la mesa de su estudio demostraba lo contrario o, al menos, que se había permitido algún desahogo, una vez liberada de la obligación de dar buen ejemplo.

Ante mí tenía toda una vida en documentos. Empecé por separar en dos montones los personales de los burocráticos. Las facturas de bancos y las nóminas las fui depositando en una bolsa de papel para tirarlas al contenedor. ¿Qué hacía mamá guardando nóminas del siglo pasado? ¿Y facturas de luz de una casa en la que no vivía desde hacía años? Tentada estuve de hacer desaparecer todo, pero entonces salió a la luz un cuaderno de gusanillo. Lo abrí al azar y el azar, o la contumacia con que habían recalcado lo allí escrito, me llevó a una página. Tres palabras escritas con letra mayúscula la llenaban y esas tres palabras habían sido repasadas unas cuantas veces: SE HA REÍDO. Dejé el cuaderno a un lado y continué haciendo una limpieza severa de los cientos de papelotes inservibles, pero la frase seguía bailando ante mí. Esa noche me acosté con el cuaderno como lectura culpable. No estaba segura de que ese cuaderno estuviera incluido en el permiso otorgado por mamá. Pensé empezar a leer por la página anterior a la del «se ha reído» pero, finalmente, ya que estaba invadiendo un terreno prohibido, decidí comenzar por el principio y así calibrar si seguir adelante o reprimirme de descubrir algo demasiado íntimo.

 

Jueves, 15 de noviembre

Hoy me han dado la noticia. Me operarán porque vas al médico, comprueban lo que tienes, usan esas palabras rituales que consiguen apaciguar la desesperanza y siguen el protocolo establecido. Es un trabajo en cadena en el que el objeto que va pasando, rolando, cayendo, abriéndose, cerrándose soy yo. Ellos pueden predeterminar más o menos el tiempo que voy a estar de aparato en aparato, de mano en mano antes de que definitivamente me desahucien; yo no, yo voy paso a paso porque no hay más opción que seguir adelante. Pero cada vez que hablo con un médico me da la impresión de que no me cuentan la letra pequeña, que no me dicen todo lo que saben, que me esconden cosas.

 

Ay, mi madre la teatrera. Capaz de montar un drama incluso en una lista de la compra. Estuve a punto de llamar a mi padre –esa noche se había quedado con ella en el hospital-, para enterarme de la situación real de mi madre, pero ganó la prudencia a la desazón.

 

Viernes, 16 de noviembre

He salido a dar mi paseo cotidiano. Mientras pueda, seguiré andando mis seis kilómetros diarios. Iba pensando en lo irónico que sería que yo, que llevo toda la vida preparándome para tener una vejez saludable y activa, me despidiera con cincuenta y pocos. Y entonces ha aparecido, como un buen augurio, el arco iris. Sé que la medicina no tiene mucho que ver con el arco iris, pero se me ha multiplicado la esperanza.

 

¿Quería mi madre que leyera lo que nocturna y alevosamente estaba leyendo? Ante la duda seguí adelante. Sería un secreto entre el cuaderno y yo.

 

Sábado, 17 de noviembre

Hoy Óscar, que nunca se ha ocupado de papeles, me ha pedido que le unificara en una sola carpeta los documentos imprescindibles, las escrituras de la casa, el libro de familia, el testamento que hicimos hace unos años. Lo pide con una ligereza que en parte me duele y en parte agradezco. Creo que le va costar hacerse a la idea. Me ha parecido que lo ve como un juego, como si todo lo que nos está pasando fuera fingido.

 

No quise seguir. No quise pensar que cuando pasaran los años yo fuera capaz de decirle a mi queridísimo Juan, mi amor, mi vida, «prepara una carpeta con las escrituras de la casa que te veo mala cara y lo mismo palmas pronto». Intenté wasapear con Juan, pero ni siquiera leyó el primer mensaje, así que desistí. Dormí agitada, con sueños tenebrosos en los que yo rebuscaba por todos los rincones de una casa que se iba expandiendo a medida que yo avanzaba. Buscaba algo que no llegué a encontrar pero que yo sabía que era imprescindible para mí.

El desayuno –mis padres siempre tenían un frigorífico y una despensa bien surtida-, me ayudó a recomponer mis ideas. Seguro que mamá había sacado las cosas de quicio, eso de que la verdad no vaya a estropearte un buen titular era bastante habitual en ella.

—¿Qué tal está mamá?

Papá me cogió el teléfono a la primera. Habría apostado a que estaba deseando un pretexto para salir de la habitación.

—Ha dormido bastante bien. El que no ha dormido nada soy yo. Entre la preocupación y que se ha pasado roncando toda la noche estoy hecho polvo.

—Vaya, cuánto lo siento. Voy ahora mismo a relevarte. ¿Necesitas que lleve algo de aquí?

—No, nada. ¿Has acabado de ordenar papeles? Tu madre estaba muy interesada en que lo hicieras.

—Acabaré esta tarde. No te preocupes.

—¡Qué mal lo estoy pasando, hija!

Ya no recordaba la virtud de mi padre de estar siempre peor que el enfermo oficial. Mi madre en esos casos le decía: «Ya está el de la «covada»». No había llegado a saber con exactitud qué demonios era eso de la «covada», pero siempre intuí que se refería a cosas como cuando un día, tendría yo nueve o diez años, estábamos madre e hija con un gripazo tremendo, llegó mi padre de trabajar y de pronto le pegó un latigazo de lumbago. Sus gritos –o alaridos- nos obligaron, con nuestra fiebre y nuestro malestar, a llevarlo a urgencias. La escena de madre e hija sirviéndole de muletas de desigual altura a un fornido caballero, que casi me triplicaba en peso, debería haber sido grabada por alguien, pero solo se mantiene en mi memoria. Dos horas después de regresar a casa con un arsenal de medicamentos, mi padre se acordó de un asunto urgente, se levantó, olvidado cualquier resto de dolor, y se largó, fresco como una lechuga. Ese era mi padre.

Me di prisa para ir a reemplazarlo. A mamá la envolvía un aire de nostalgia, como si estuviera echando de menos algo que aún no había perdido. Me recordaba mi tristeza los últimos días de curso en el colegio por no ver durante el verano a los compañeros. Los ratos que estuvo despierta bromeamos, jugamos a cosas a las que jugábamos cuando yo era pequeña y ella me entretenía así los viajes en coche. No quiso que se quedara nadie por la noche. Papá llegó a casa tarde, supuse que tendría necesidad de relajarse un poco con amigos. Yo ya estaba acostada, pero cuando oí el coche entrando en el garaje, me levanté. De una manera un poco absurda pensé que podría sentirse culpable de haberme dejado sola. Le mentí cuando le dije que casi acababa de llegar. Que me había metido en un cine después de llamarle para quejarme de lo terca que era mamá por no dejarme pasar la noche con ella. Los dos coincidimos en que era normal que estuviera un poco rara. Me explicó que no se sabría el alcance de la enfermedad hasta que se tuvieran todos los resultados, pero que tenía el pálpito de que todo iría bien. Nos reímos un buen rato cuando le dio por preguntarme si me parecía todavía atractivo.

—Hombre, eres un poco señor mayor, pero sí que estás guapo. Además eres muy simpático. Pero ¡incestos, no! —bromeé.

Antes de dormir volví a abrir el diario.

 

Lunes, 19 de noviembre

Hoy al salir de la consulta Óscar me ha tomado del brazo de una manera nueva, como si por primera vez apreciara mi fragilidad. Me ha sostenido la puerta del coche mientras me acomodaba en el asiento. Se me había olvidado lo hermoso, lo reconfortante que es sentirte querida. Óscar me ha preguntado por qué sonreía. Yo le he dicho: «Chico, que no se esperan vientos traicioneros que vayan a cerrar la puerta de golpe. ¿De cuándo a acá te has vuelto tan ceremonioso?» Pero lo cierto es que me ha calentado el corazón con su gesto.

 

Me prometí preguntarle a mamá al día siguiente el destino que quería darle a un cuaderno de tapas naranjas que había sobre su mesa del estudio y que no me había atrevido a abrir por si era algo personal. Y seguí leyendo.

 

Viernes, 23 de noviembre

Hoy hemos ido a hacerme unos análisis previos a la operación. El frío era intenso pero el cielo estaba claro, profundo y ancho y, sobre todo, de un azul brillante. Uno de esos días dispuestos para que todo lo que pase sea bueno. Tuvimos que dejar el coche en un descampado. Óscar se enfadó un poco porque me culpaba de haber llegado con el tiempo justo –quizá tenga razón-. El caso es que al volver al coche había un gato sobre el capó. Agarré el brazo de Óscar para llamar su atención y evitar que lo espantara. Estaba descansando, recogido como una bola. Era un gato moteado que me miraba como pidiendo clemencia, como rogando que no lo separáramos del calorcillo que despedía el motor, pero Óscar no se ha dado a razones. «Venga, mujer, que es un gato y hace un frío que pela». Yo sé que tiene razón pero es que me daba mucha pena.

 

Mi madre siempre ha sido así, como Francisco Rabal en Viridiana, capaz de hacer lo que sea por salvar un animal y cerrando los ojos a la realidad de que salvando a uno estás condenando a otro. Lo de Viridiana se lo había oído a mi padre cada vez que mi madre hacía una de las suyas, así que esa escena me la sabía de sobra antes de llegar a ver la película.

 

Martes, 27 de noviembre

Me operan la semana que viene. Hoy hemos ido a comprar provisiones para cuando venga la niña, que le gusta desayunar fuerte. Así, además dejo arreglados unos cuantos días para cuando vuelva del hospital. Óscar dice que comerá cualquier cosa mientras, que no quiere que me moleste en cocinar para él. Los dos sabemos que va a aprovechar para engullir toda la comida basura que le encanta y no se atreve a comer conmigo delante. Cuando volvíamos Óscar me ha preguntado si quería que parásemos en algún sitio a tomar algo o si estaba cansada. El pobre se quedó con una carita de aturdido, de indefenso, como arrepintiéndose de haber pensado que podía estar cansada. Soltó la mano derecha del volante y la colocó sobre la mía, que reposaba sobre el asiento. Sentí su mano como una capa protectora, su calidez se extendió por mi cuerpo. No se lo he dicho porque sé que no le gustan las cursilerías, pero le quiero mucho.

 

Que mis padres hicieran manitas a su edad me emocionaba. Ahora sí que me empezaba a dar vergüenza estar invadiendo la intimidad de mi madre. También me emocionó saber que el encontrarme el frigorífico y la despensa llenos de quinoa, aguacates, yogur ecológico, jamón ibérico, las pocas veces que iba a visitarlos no era por casualidad. Esa noche me quedé dormida avergonzada y feliz.

Al día siguiente, el último que podía quedarme –por la tarde volvería a Madrid-, madrugué para estar con mamá hasta la hora en que salía el tren. Dejé a papá arreglando la casa. Llevaba el cuaderno con intención de dejárselo a mamá por si quería seguir anotando sus cosas. Para no descubrirme, había pensado dejárselo con ligereza, como «esto es lo único que no he revisado porque he visto que había una fecha en la primera hoja y he pensado que podía ser un diario». Mientras esperaba el autobús, me entretuve leyendo lo que ya se había convertido en un vicio.

 

Miércoles, 28 de noviembre

Hoy he vuelto a pensar en el gato del aparcamiento. Era una pobre gata preñada. Óscar vio como yo la barrigota que tenía. Él dijo que no me preocupara, que era una gata callejera. Pero yo he vuelto a pensar en ella, en que se morirá en cuanto se ponga enferma. Yo voy al médico, me hacen pruebas, me tratan como si mi vida les importara mucho aunque no me conocen de nada y, si en vez de ser yo la que aparezco por allí con mi cita y mi mensaje de recuerdo de mi cita y mi bata y mi cortina para preservar mi intimidad, aparece esa gata recién parida para buscar algo de comer y sacar a sus hijos adelante, la echarían sin contemplaciones si no le hacen algo peor. De repente, me ha parecido todo tan injusto…

 

A veces mi madre me sacaba de quicio. Siempre fue así. Buscando que todo el mundo fuera feliz, pero todo el mundo, desde el presidente de los Estados Unidos de América del Norte hasta una mosca que se hubiese colado en su cocina. Cuando apareció un ratón en la casa en que vivíamos cuando yo era pequeña, ella se empeñó en que mi padre lo cazara pero no le hiciera daño y le dejara que se fuera. Ahí mi padre se puso firme y acabó por amenazarla con buscarle pareja para que ellos y sus crías vivieran con nosotros.

 

Jueves, 29 de noviembre

Ahora he empezado a darme cuenta de las tonterías de las que debo deshacerme antes de que ya no tenga capacidad para hacerlo. ¡Cuántas cosas acumulamos! Por ejemplo estas anotaciones. ¿Y cuándo será ese momento? ¿Cómo sabré que está a punto de llegar el deterioro que me impida cualquier decisión?

 

¿Era esto un aviso para que fuera yo la que me deshiciera del cuaderno? No, lo mejor que podía hacer era dejárselo, como había planeado, para que fuera ella la que hiciera lo que quisiera. Además, a pesar de que no teníamos los resultados, mamá estaba cada día más lejos de ese deterioro del que hablaba. Se recuperaría de la operación sin ningún problema. Iba a tener muchos años por delante para seguir escribiendo sus cosas. Se merecía que le regalara para su próximo cumpleaños un diario de los de verdad, con candadito y todo.

 

Viernes, 30 de noviembre

Óscar está muy afectado. Hoy, cuando le he enseñado la carpeta con los documentos importantes que tiene que guardar –he sacado todas las carpetas pero no he acabado de revisarlas- y he tratado de explicarle los trámites imprescindibles, mis contraseñas, el seguro del trabajo se ha echado a llorar. Dice que sabe que no va a pasar pero que no quiere que me muera, que no quiere que le abandone, que sin mí no va a saber vivir. Hemos llorado juntos mucho tiempo y ya no he tenido ganas de seguir mirando papeles.

Sábado, 1 de diciembre

Hoy Óscar ha madrugado y me ha preparado el desayuno. Está mimoso como un bebé. Hemos estado hablando con tranquilidad. Sigue con su idea de que no quiere quedarse sin mí. La verdad es que llevamos juntos muchos años y que estamos muy unidos. Él dice que no se siente con fuerzas para seguir solo. Yo he bromeado presumiendo que tardará muy poco en encontrar a alguna jovencita a la que enamorará. Él se ha ofendido de verdad. No puedo negar que me parece el mayor acto de amor renunciar a vivir cuando tu compañera se va. Ojalá mi salud no nos obligue a tomar esa decisión.

 

Había llegado al hospital pero no entré, me quedé un rato en el pequeño jardín que lo circundaba. Tenía que seguir leyendo antes de entregar el cuaderno a mi madre. Me sentía sobrepasada, angustiada por mis pobres padres. Necesitaba saber más.

 

Domingo, 2 de diciembre

Hoy por la tarde debo ingresar en el hospital. Mañana será la intervención. Óscar ha estado consultando por internet formas de suicidio indoloro. Al principio hasta nos hemos reído llamándonos morbosos el uno al otro. Pero cuando le he dicho que lo dejara, que no me hacía ningún bien estar pensando en la muerte, él me ha tomado las dos manos y con una sonrisa hermosa ha susurrado: «Cariño, que todo es una broma para entretenerte. Ya verás que todo va a salir bien. Y no te preocupes que todo lo que te he dicho de querer morirme es una zanganada que se me ocurrió. Cómo voy a querer morirme tan joven, tontina». Y se ha reído como si le hubieran contado un chiste. Se ha reído. Nunca habría permitido conscientemente que me acompañara, pero ese «tontina» me ha roto por dentro. Le he perdonado la broma y le he seguido el juego. Me he ofrecido a buscarle «recambio» entre nuestras conocidas. Hemos reído, mucho. Y cuando se ha cansado del juego me ha confesado que hace tiempo, que hace años, que casi desde que se casó conmigo mantiene una relación con una mujer, «pero date cuenta de lo que me gustas que ella es muy parecida a ti». Me he sentido una extraña en mi propia vida. Sí, se ha reído de mí, se ha reído.

 

A la vuelta de esa página aparecía la primera que leí, la de las letras mayúsculas. Guardé el cuaderno en la mochila. No quería tirarlo sin más al contenedor de papel, lo pasaría por la trituradora de la oficina en cuanto llegara al día siguiente. Hoja a hoja. Levanté la vista hacia las nubes buscando un maldito arco iris.

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