Tres veces a la semana JuanB. asistía a diálisis, hombre de vida sencilla pero plena: esposo, padre y abuelo insuperable. Sin embargo, desde su diagnóstico de cáncer de riñón, todo había cambiado. Su existencia se suscribía a horas tendido junto a una máquina de hemodiálisis.
La sala de diálisis era un mundo de paredes de un blanco deslucido, con manchas de humedad que trepaban por las esquinas. Las estructuras metálicas parecía murmurar en su zumbido como criaturas vivas, los pacientes alineados en una uniformidad inquietante, reflejaban miedo en sus rostros, de aquel salón de ruidos incómodos, y mezcla de olor a desinfectante y sangre procesada.
Las personas a su alrededor, reflejaban su mismo miedo. Miedo casi tangible, que llenaba el aire del salón como gas invisible. Todos atrapados en aquel lugar que parecía un purgatorio moderno.
Empezaba JuanB a sentir una relación perturbadora con la máquina; artefacto de metal brillante con tubos que serpenteaban hacia su brazo como tentáculos hambrientos. A su alrededor, los zumbidos regulares de la máquina, empezaron a parecerle susurros, vagos e ininteligibles.
«¿Por qué sigues aquí?»
Lo escuchó, pensó que su mente por la deshidratación producto de la diálisis le jugaba trucos; pero sentía en cada sesión, que la máquina trataba de comunicarse, con ruidos que parecían palabras;
«Tu cuerpo es débil. No sobrevivirás.»
«¿Qué hiciste para merecer esto?»
«Deberías rendirte.»
Comenzó a temerle al artilugio, la veía como una criatura grotesca, un monstruo mecánico que transpiraba de forma perturbadora. Sentía los tubos translúcidos retorciéndose en su cuerpo como serpientes vivas, llevando su sangre dentro y fuera de su cuerpo en un ciclo eterno, como si drenaran poco a poco su humanidad. Como si la máquina cobrara vida devorándolo por dentro, los ruidos parecían burlas crueles y las luces del monitor parpadeaban como ojos inhumanos, observándolo indiferente, manteniéndolo como un parasito que lo mantenía vivo solo porque necesitaba alimentarse de su esencia.
Aquella sala era la guarida del endriago. Cada paciente, como él, estaban atrapados, consumidos poco a poco por ese monstruo sin garras ni dientes; cuya arma era la monotonía de la que no podían escapar, verdugo y salvador, Dios mecánico que dictaba las reglas de su existencia.
Una tarde, entre zumbidos que se convertían en preguntas acusatorias, quizás de aquellas épocas de juventud de luchas por ideales en la política, que parecían juzgarlo. No pudo contenerse;
—¿Qué quieres de mí? —susurró, suficientemente alto para que la máquina escuchara.
El zumbido se hizo más grave, burlón.
«¿Qué quiero? No es lo que quiero. Es lo que tú has decidido.»
—Yo no decidí esto… — dijo JuanB
«Pero sigues aquí. Podrías rendirte, pero no lo haces. ¿Por qué?»
JuanB apretó los dientes. Sabía la respuesta, pero temía decirlas, hasta que las palabras salieron de su boca.
—Porque los amo. Porque no quiero dejarlos solos.
El zumbido pareció detenerse, y por un instante, todo quedo en silencio; la voz volvió, pero esta vez, su tono se había tornado cálido, distinto.
-«Entonces hazlo por ellos, no te resistas, Déjame ayudarte.»
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