El avión para Barcelona sale a las ocho, le doy la vuelta al San Juan de la mesilla y a seguir durmiendo. No sé por qué mi Lucía tenía tanta devoción a este Santo que sujeta en una bandeja su propia cabeza cortada. Aunque eso sí, hay que reconocer que la talla está tan bien hecha, que en el corte del cuello se distinguen perfectamente el hueco de la tráquea y las vértebras de las cervicales. Hasta chorrea la sangre de la yugular, mojando la barba y dejando un charquito… Me estoy desvelando ¿qué hora será?
¡Dios mío! ¿Pero qué he tocado? ¿Qué hay encima del reloj? ¿Un bulto? He sentido como una masa de carne y huesos fría, muy fría. Es como… como… ¡como cuando saco de la cámara de la carnicería las alas de pollo! sí, eso es, con la piel suelta y los huesos marcados entre la carne.
¡Bah! esto es el cansancio, seguro, me lo he imaginado… pero no voy a volver a sacar la mano de la cama para comprobarlo. Esto es broma de mi Lucía, por los Carnavales, pero no, estoy solo, solo en esta casa. Ella no está. Debe estar ya por lo menos en Sanlúcar. La corriente del río era muy fuerte. Además al descuartizarla sus restos habrán ido más rápidos. ¿Por qué me quisiste dejar? Mira lo que me has obligado a hacer. Con lo felices que éramos…
Pero, pero… ¿ qué pasa? ¡Algo está tirando de mi pierna! ¡Me quiere sacar de la cama! Doy un cabezazo contra las baldosas del suelo, lo ha conseguido. Sólo distingo en la penumbra una mano hinchada arrastrándome por el pasillo. No veo ningún cuerpo, ni brazo. Llegamos a la puerta del desván, y con un tirón de la pierna me lleva hasta arriba golpeando mi cabeza con cada uno de los escalones.
Por fin se para, sigo tendido en el suelo. Intento gritar pero no sale mi voz. De pronto veo la mano sujetando el hacha que he usado esta mañana con Lucía. La deja caer sobre mi cuello de un golpe y siento el crujido de las cervicales y un líquido tibio derramándose.
Siento ahora sus dedos mojados en mi cara y una de sus uñas negras me roza la boca. Agarra mi cabeza del pelo y la levanta del suelo. Mi cuerpo está tendido, decapitado. La mano balancea mi cabeza frente a los escalones, adelante, atrás, derramando la sangre por la yugular en gruesos goterones. Y entonces me tira con fuerza hacia abajo, por la escalera.
Mi cabeza choca contra los escalones, rueda, como si fuera una pesada bola maciza hasta que se estrella contra la puerta con un golpe tremendo. La mano viene hacia mí otra vez, con la intención de volver a tirarme. Algo se refleja en sus dedos que brilla. Al hundirlos en el cuenco de mis ojos me doy cuenta de lo que es. Un anillo de oro, el anillo de boda que regalé a Lucía…
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