Una tarde cualquiera, mientras deshacía la maraña de auriculares que siempre llevaba en el bolsillo, lo vi por primera vez. Era diminuto, no más grande que un dedal, con una apariencia casi transparente, como si estuviera hecho de una mezcla de humo y tela de araña. Lo más extraño era cómo se movía: deslizándose entre los cables con una precisión imposible, deshaciendo los nudos en un abrir y cerrar de ojos.
Al principio pensé que era una alucinación. Cerré los ojos, sacudí la cabeza, pero ahí seguía. Cuando terminé de enrollar los auriculares, el pequeño ser me miró, o al menos eso creí, porque no tenía ojos. Hizo un gesto, como un saludo diminuto, y desapareció en el bolsillo de mi abrigo.
Los días siguientes, empecé a notar su presencia en otros lugares. En la cocina, deshacía los nudos del cordel del pan. En mi escritorio, ordenaba los cables del ordenador sin que yo se lo pidiera. Lo hacía en silencio, con movimientos precisos, casi ceremoniales. Nunca interfería con nada más, pero cada vez que terminaba su tarea, parecía quedarse unos segundos mirándome, como si esperara algo.
Intenté ignorarlo, pero su presencia se volvió constante. Un día, mientras intentaba atarme los zapatos, noté que mis manos eran torpes, incapaces de hacer el nudo. Antes de que pudiera reaccionar, ahí estaba él, atando los cordones con una habilidad que me hizo sentir inútil. Ese día me di cuenta: no podía volver a hacer un nudo.
El problema no era mi falta de habilidad, sino su intervención. Cada vez que intentaba atar algo —una cuerda, una bolsa, incluso un lazo en un regalo—, aparecía él, deshaciéndolo en segundos. No parecía hacerlo con malicia, pero su persistencia era desesperante.
Un día, lo encaré. Le grité, le pedí explicaciones, pero él solo se quedó allí, inmóvil, como si mis palabras fueran incomprensibles. Al final, se encogió de hombros —o eso parecía— y desapareció.
Desde entonces, vivo rodeado de caos. No puedo cerrar nada, no puedo sostener nada que dependa de un nudo. Cada vez que intento hacerlo, siento su sombra, aunque no lo vea. Y cuando miro mi reflejo, a veces creo ver en mis propios ojos esa transparencia, ese gesto diminuto, como si él estuviera dentro de mí, esperando su momento.
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