Mi loro se escapó. Sentí mucho su ausencia, decía tantas palabras… algunas en armenio, incluso en latín. Durante un tiempo, estuve buscando otro, pero no me decidía. Mi loro era único. Empecé a dejarme llevar por la tristeza y el sin sentido existencial. La noche en la que casi tiro la toalla, vi una rata. Me miró. Sonrió. Yo, también sonreí. Olvidé mi necesidad de convivir con un pájaro charlatán: deseaba esa rata. Me la llevé a casa. La metí en la jaula de mi loro. Ella volvió a sonreír, esta vez de oreja a oreja. Semanas después, rio a carcajadas con un chiste malo. Tras eso, decidí que saliera de la jaula y le enseñé a hablar. Ella sola aprendió a escribir. Sus cuentos eran tan mordaces, que posteé una selección, con mi firma. Cuando los habían leído cien personas, ella se creó un perfil en X y otro en Bluesky, como si fuera yo. Era muy activa en redes, de día y de noche. Ahora tiene miles de seguidores, twitea a diario y yo vivo dentro de la jaula. Muda, seria. Obsesionada con comer, reproducirme y morir.
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