Ya es de madrugada cuando los dos hombres entran de manera abrupta en el cuarto. Uno de ellos lleva una venda que le tapa los ojos. El otro le va apuntando cerca de la sien, dibujando un trazo invisible perpendicular al área de Wernicke. Se asegura de no desplazarse ni un centímetro más a la izquierda ni un centímetro más a la derecha del objetivo. Se acerca al oído del otro hombre y le dice en un susurro casi imperceptible, que parece brotar de entre un jadeo y otro:
—¿Te acuerdas, hermano, cuando me llamabas “maldito autista, empollón de mierda”?— Hace hincapié en todas y cada una de las palabras, sin distinción, tratando de que le escuche con absoluta claridad, mientras unas gotas de saliva espumosa se le acumulan en la comisura de los labios.
A continuación el secuestrador le arroja contra una silla y le retira, con un gesto tan brusco como preciso, el pedazo de tela que le cubre los ojos. En ese momento la víctima, a punto de caerse del asiento, se sorprende al comprobar que se encuentra en una habitación llena de cuadernos y bolas de papel arrugado desparramados por el suelo. Las estanterías de baldas dobladas por el peso de los libros se pierden en la altura de esa estancia que le resulta extrañamente familiar. Intenta escapar, aterrorizado, pero las cuerdas que le aprietan las manos se lo impiden. Nota como tiran de su cabello hacia atrás, sintiendo un dolor agudo y punzante, para asegurarse de que no hace ningún movimiento en falso.
El hombre que está de pie va desplazando el arma con lentitud, hasta situarla justo en la nuca empapada de sudor de su hermano. De pronto éste último mira por el rabillo del ojo izquierdo, intentando encontrar algún modo de zafarse. Detiene su mirada sobre lo que parece el trofeo de un concurso de Literatura. Mira luego a la derecha y repara en un espejo enorme que ocupa media pared. Es entonces cuando se da cuenta de que le están apuntando con un boli Bic.
—¡Ahora me vas a leer!
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