Aquel sonido arañó con furia la placidez del día. Caminaba yo, absorto, sumergido en la cotidianidad de las cosas, cuando me crucé con una mujer empujando un carrito de recién nacido. El bebé que estaba dentro, despierto, posó en mí una mirada fija de caballo desquiciado. Duró unos segundos. Y entonces ladró. La madre no se dio cuenta y siguió andando, alejándose. Nadie más lo había oído. Proseguí mi jornada, tratando de olvidarlo, pero no fui capaz. Su sonido me rascaba las entrañas como uñas deslizándose por una pizarra, y un terror indeterminado me asfixiaba. En los días y noches que siguieron, frecuentemente me descubría agitado al escuchar, de improviso, un ruido corriente; la vida había dejado de sonar como de costumbre. Todos los sonidos se convertían, paulatinamente, en un eco de ese ladrido. Esa visión, esa esquirla de anormalidad, estaba ahora también en mí; yo, su único espectador, había sido ungido por ella, y su semilla, desde entonces, arraiga en mi interior. Me temo a mí mismo. Formo parte de la perversión, y ésta me consumirá. ¿Cuándo? Es imposible determinarlo. Noto su aliento aberrante humedeciendo mi nuca en las noches largas, ahora colmadas de insomnio y de vómito, palpitando en mis sienes mientras contemplo el recuadro de la ventana abierta. No puedo huir. Sólo me queda la espera.

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