Nunca supo a qué especie o a qué reino pertenecía. Se miraba al espejo y no encontraba semejanza a nada que rondara a su alrededor. Se asustaba pensando cómo lo verían los otros. ¿Con temor? ¿Con desdén? ¿Con mofa? Rarito. Ese es buen término para un ser tan distinto de todo. Empezó a temerle a los cristales, a los charcos, a las sombras. A los reflejos y a las conjeturas. 

No estaba muerto. Pero se hizo enterrar. Kilos y kilos de tierra sobre él. Con las extremidades superiores cruzadas sobre el pecho, como en los cuadros. Con los ojos y la boca cerrados. Ya había visto demasiados absurdos y había dicho demasiadas tonterías. Se preguntó si pensar es lo mismo que decir. Y no, seguramente no, pensar debe ser algo más importante. Más sincero, quizás. Puede que más osado. 

Cuando empezó a llover sintió que la tierra que lo cubría le oprimía mucho el corazón. Llegó a dolerle aquel corazón cada vez más ajado y encogido, hasta que, casi sin percibirlo hasta ser totalmente presente,  ese dolor oscuro transmutó en alegría,  fue cuando sintió que le brotaban margaritas de los brazos, un rosal en el pecho y un montón de amapolas en los pies.  A no sabía qué hora del día sentía los pasos renqueantes del viejo que iba a llorar al borde de la charca, en su empeño secreto de que no se secara. Entonces sonreía con la boca cerrada, en un amago de complicidad. Por la noche, tenía que ser por la noche, porque todo se escuchaba mejor y todo olía más puro, se concentraba en escuchar sus pensamientos. Ahora que no dolían era un placer pensar, ideas de colores y palabras sin ecos ni cadenas. Pensaba bonito cada noche. Los días pasaron sin contarlos y las estaciones dejaron de importar. Los después, los mañana y los nunca, los condicionales y los subjuntivos, dejaron de existir. 

Cada vez sentía una mayor necesidad de florecer, sin ningún sol que quemara las ganas.

Allí, desde la paz, solo existía un miedo, único y eterno, el miedo a la tristeza de ser yermo. 

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS