1

Ulises Fabregat no cree que un verano sea verano sin una buena lluvia de Perseidas. Una vez más, a mediados de agosto, camina por la playa en busca de un sitio en el que extender la toalla y tumbarse en la arena. Está ansioso por ver caer los meteoritos, por ver como las estrellas cabalgan la noche, piensa tocado por una punzada de lirismo y quizás por la repentina voluntad de improvisar unos versos en su cabeza. Pero pronto se olvida de ellos y se pone a contar. Junto a él, su amigo Marcello se desespera. Pues yo no veo ninguna, la verdad, ¿no te las estarás inventando? En contra de lo que aparenta su voz, habla con alegría, aunque el acento italiano percute sus palabras como un piano sin afinar. A pesar de ello, la aparente aspereza de sus frases poco o nada tiene que ver con sus intenciones, casi siempre amables, como su carácter, al menos, hasta allí donde se le conoce. De Ulises Fabregat, en cambio, sí podemos afirmar sin temor a equivocarnos que anda más brusco que de costumbre, aunque la inextricable lógica de los contrastes hace que su voz brote suave, como si tuviera la laringe forrada de terciopelo. Mira, ahí tienes otra, le anuncia. ¿Dónde? Pero Fabregat, de cuyo nombre de pila prescindiremos para liberar la lectura de cargas innecesarias, no contesta. Se ha entretenido rebuscando en la memoria el recuerdo de otras noches, ya lejanas, claras y favorables para la observación de las Perseidas. Las viene mirando desde hace más de treinta años desde aquí mismo, desde la playa de Les Muscleres, al sur del golfo de Roses. Fruto de esa experiencia, se atreve a dar indicaciones a su compañero: no dejes de mirar al cielo, acostúmbrate a la oscuridad, concéntrate, calla. Y sin embargo, Marcello no deja de curiosear de aquí para allá. Lo mismo cabalga de un tema de conversación a otro como se revuelve en la arena, o se levanta y se sienta en una postura diferente, la cómoda y definitiva, ésa que nunca parece encontrar. Yo no valgo para estas cosas, se lamenta. Pues estas cosas como tú les llamas son las famosas lágrimas de San Lorenzo, aclara Fabregat. ¿Ah, sí? Sí, pero en realidad ni son lágrimas, ni pertenecen a ningún santo, sino meras partículas de polvo incandescente que se disuelven al entrar en la atmósfera. Espero que fueras un poco más romántico cuando traías aquí a Susana María.

Fabregat agacha la mirada, elude el comentario y ni tan siquiera se plantea una réplica.

Cabe decir que los vastos conocimientos del profesor, pues a ello se dedica en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de una reputada universidad pública, no derivan de una vocación desaforada hacia la astrología, sino de la acumulación de muchos veranos observando Perseidas. Tampoco es Fabregat un hombre impresionable o demasiado sensible, de modo que si cree que la noche es favorable ciertamente lo debe ser. Se sabe, y ya habrá tiempo y ocasión de comprobarlo, que los vaivenes atmosféricos sí afectan a su ánimo y tanto le llevan a la pasión como a la melancolía, ambas siempre contenidas. Ahora, como decíamos, se le remueven los recuerdos, que malviven en un compartimento estanco al que accede en contadas ocasiones. Rememora otros quinces de agosto en los que venía aquí con Susana María, o no exactamente aquí, sino a un lugar cercano y algo más apartado, junto a los pinos, por si el calor del verano o la efervescencia juvenil demandaban de mayor cobijo e intimidad. Entonces, sí, entonces no le importaba llamarlas lágrimas de San Lorenzo, ni contarlas de cinco en cinco por aquello de no alterar el silencio más de lo necesario.

Marcello gruñe y se incorpora. Ahora, ¡una! Su celebración, sin embargo, queda ahogada por la estela de un ¡oh! unánime y coral que llega desde la cercana playa del Portitxol. Allí los veraneantes celebran el desplome de una estrella, la más luminosa de la noche. Piensa entonces Fabregat que aquel es un espectáculo extraño y paradójico, quizás cruel, porque sólo se aplaude la caída de los dioses celestes. Y otra más, ya llevo veinte, festeja falsamente satisfecho para alejar la tristeza. ¿Dónde, dónde? Contrariado por su falta de pericia, Marcello se levanta y camina hacia la orilla. Avanza por la lengua de arena que conduce a los escollos. Poco antes de que se lo trague la noche, Fabregat ve cómo se mete las manos en los bolsillos y mira el horizonte, un horizonte que no dista demasiado de la punta de su nariz, si atendemos a la espesura de la noche. ¿Tú crees que los griegos miraban las estrellas?, pregunta desde la distancia. Fabregat supone que Marcello se refiere a los antiguos habitantes de la colonia de Empúries. ¿Quién, los del poblado?, pregunta, visiblemente molesto por aquella nueva alteración del silencio, supongo que sí, responde, eran navegantes y de alguna forma tenían que orientarse. No me refiero a mirarlas para guiarse en sus viajes, sino porque sí, por mero placer, no sé si me explico. Perfectamente, contesta Fabregat un poco seco porque ya intuye las intenciones de su amigo. Quiero decir con una actitud poética. ¡Marcello, por favor! Fabregat a duras penas contiene su enojo. Se levanta, se olvida por completo de las Perseidas de la constelación de Orión y le habla en voz alta. Ya te dije que me alegraba que quisieras veranear conmigo, confiesa mientras mastica las palabras y rememora el momento en que lo vio allí plantado, en el vestíbulo del hotel, flanqueado por dos grandes maletas y sin previo aviso, pero te pido que no me hables de poesía. Marcello resopla, se balancea alternativamente sobre los talones y las puntas de los pies y duda. Duda como se debe dudar ante una confesión importante o antes de iniciar una tarea difícil que, para el caso, es lo mismo. Ni tampoco de cine, ni de Susana Maria, lo sé, me lo dejaste claro.

Pues eso.

Fabregat cierra los ojos, disgustado por haber tenido que reprender a su amigo, pero también reconfortado porque piensa que así no volverá con esos asuntos que tanto le incomodan. Marcello resurge de la oscuridad. Y Teresa, ¿cómo es que no ha venido? Fabregat recibe con agrado aquel cambio de tema. Se ha quedado en la habitación, le dice, discutiendo por teléfono, siempre anda a la greña con su marido. ¿Y por qué no tratas de hablar con ella? ¿Quién, yo, y qué quieres que le diga?, se pregunta Fabregat con la mirada perdida, yo sólo soy su padre.

2

Una mañana, Fabregat sale del comedor vestido de domingo. Ha desayunado y se dirige al salón de lectura. Escoge un butacón tapizado de flores de lis con vistas al mar. Se acomoda y deja caer la americana de lino sobre sus rodillas. Más allá de los cristales, ve como la vida se levanta con esa alegría inconsciente y un tanto bobalicona del verano. Llega limpia, la vida, en parte gracias a la tormenta de la noche anterior. Fabregat piensa que como metáfora resulta muy obvio, pero que quizás sea cierto que las cosas, para aclararse, necesiten que las preceda la tempestad. En el caso que nos ocupa, fueron el viento de gregal y una lluvia impetuosa los que doblegaron los pinos más desprotegidos y espantaron a los transeúntes más atrevidos, pues los otros ya se habrían cobijado con los primeros nubarrones. Se supone que ninguno de los veraneantes se aventuró a pasear bajo el temporal, por lo que nadie vio que pasadas las doce una luz débil encendía las cortinas detrás de una ventana del hotel. ¿Auscultaba la noche o más bien iluminaba el diálogo entre un padre y una hija antes de acostarse, en el que ella, después de calibrar el momento oportuno y haciéndoselo venir bien para sacar el tema de una forma más o menos natural, le explicaba que una conocida productora cinematográfica insistía en verle? El caso era éste último y parece ser que tanto insistieron los ejecutivos que llegarían a la mañana siguiente. ¿Y me lo dices ahora?, preguntó Fabregat torciendo los labios. Él sabía que querían reunirse. De hecho, ya lo habían intentado en otras ocasiones, pero esta vez tuvo la ligera sospecha de que Teresa andaba confabulada con ellos. Aún así, decidió no enfadarse, ni siquiera por avisarle en el último momento.

Ahora, dos hombres encorbatados entran en la sala y se encuentran a Fabregat de espaldas. No se atreven a molestarle porque bucear en sus pensamientos a tanta profundidad que ni a un narrador, incisivo por oficio, le resultaría fácil alcanzarle. Los hombres, educados, mantienen la duda, pero uno de ellos se avanza. ¿Profesor?

Sin girarse, Fabregat les hace un gesto para que se sienten. Los hombres se muestran agradecidos y después de unas breves presentaciones le exponen su propuesta. Están seguros de ella porque les avala una jugosa oferta económica con la que confían doblegar la voluntad del director. Pues no va a poder ser, lo siento, responde Fabregat.

No obstante, tiene tomada la decisión de antemano, desde mucho tiempo antes, de antes incluso de que su hija le anunciara que unos señores llegarían al día siguiente para convencerle de que rodara una nueva película. Fabregat sabe que hay personas, entre ellas su hija, su médico de cabecera y otras allegadas que celebrarían con mucho gusto que volviera a ponerse detrás de la cámara. Sabe a ciencia cierta que, con mayor o menor convencimiento, y dependiendo del carácter de cada cual y del grado de filiación, los que bien lel quieren creen que así se le despegará la melancolía de la piel, ésa que se le ha metido dentro desde que pasó lo de Susana Maria. No es nada personal, señores, aclara tras un silencio de decepción, tampoco es por los actores que me proponen, ni mucho menos por el dinero, claro, no es ni tan siquiera por el guión, pero es que ahora mismo no puedo dirigir esa película, quizás más adelante, concluye poco convencido. Profesor, insisten los emisarios de la productora, piense que si quiere puede retocar la historia. Ante las dificultades, uno de ellos toma la iniciativa. Parece ostentar una mayor responsabilidad. Su hija sugirió que usted podría leerlo y adaptarlo a su estilo, así que mi compañero trae el guión en esa carpeta.

El hombre ha empezado a sudar, poco acostumbrado a negociaciones como ésta. De su cráneo rapado se deslizan unas gotas que recoge en un pañuelo de tela con dos iniciales bordadas. Luego se desprende de las gafas y hunde los dedos en los lagrimales. Dale los papeles, Horcajadas, ordena a su acompañante. El otro, que trae cara de bulldog y flequillo de pequinés, abre una carpeta de polipiel. También traemos el borrador del contrato y las condiciones de pago, añade éste satisfecho. Creo que están yendo demasiado rápido, señores. No se lo tome a mal, profesor, pero es que en La Medusa Films nos gusta tenerlo todo atado, se justifica el primero que fulmina con la mirada al tal Horcajadas, pero no es más que un borrador, ya sabe, cuestión de protocolo, ahora lo importante es que usted se quede con el guión, profesor, y lo lea tranquilamente durante las vacaciones. Su voz modula hacia la cordialidad, sugestiva e impostada a todas luces. Modifique lo que quiera con total libertad, verá que la tensión dramática está estructurada sobre la curva infalible, si me permite decirlo así, de la comedia romántica, nunca falla y el espectador lo agradece.

El hombre espolvorea sus palabras con una risa jactanciosa que se expande por toda la sala, tratando de encubrir el rechazo inicial de Fabregat. Estamos convencidos, continúa, de que usted le dará ese toque underground que lo hace tan característico. ¿Ese toque underground, dice? Sí, alternativo, contrario, discordante, ya sabe… Por supuesto que lo sé, dice Fabregat ofendido, sé lo que significa underground, pero no entiendo qué le hace pensar que yo… Estimado profesor, permítame que le interrumpa. Fabregat da un sorbo a su café, molesto por el tono condescendiente de su interlocutor. Los ejecutivos, a su vez, se humedecen los labios con un vaso de agua.

Durante varios minutos, los hombres detallan a dos voces la trama de la película. Lo que queremos, en el fondo, es que usted vuelva al escaparate internacional, estamos seguros de que aún tiene recorrido en los grandes festivales europeos y que podría volver a triunfar, pero no podemos olvidar, estimado profesor, que el cine ha cambiado en los últimos años y que sería conveniente que adoptara un nuevo enfoque. Ya hace cuatro años del León de Oro… Por eso mismo, profesor, por eso mismo no podemos perder más tiempo; en La Medusa creemos que usted es el gran director de nuestro cine y no permitiremos que caiga en el olvido por culpa de su… ¿De mi qué? De su falta de pasión… A mí no me falta pasión, ¿sabe?, yo lo que tengo es una depresión de caballo, ustedes a mí no me conocen y quiero que entienda, señor… Meléndez, Alberto Meléndez, añade el afectado. Pues quiero que entienda, señor Alberto Meléndez, que yo no hago ese tipo de cine y que soy incapaz de trabajar con tanta gente. Horcajadas hace un ademán de intervenir, pero Meléndez le detiene. Yo esbozo mis ideas y las comparto con mi equipo para descubrir conjuntamente el guión, esa es mi manera de entender el cine, y ustedes, en cambio, me traen un plan trazado al milímetro, sin margen para la sorpresa. Fabregat da un último sorbo a la taza de café. Yo necesito discutir las escenas y el desarrollo del rodaje y la verdad es que con un sonidista y cuatro o cinco actores me valgo: ¿para que querría yo un equipo de veinte personas? Creo que se equivoca, profesor, ¿verdad, Horcajadas? Sí, claro, porque son veinte más los actores. Quizás me equivoque, señores, pero ustedes deberían saber que no necesitan a alguien como yo sino a un gestor que les administre el rodaje. Nada de eso, profesor, le necesitamos a usted. ¿Por qué? Por su nombre. No, no es por eso, trata de enmendar el responsable ante la precipitación de Horcajadas que ha revelado las verdaderas intenciones de su empresa, lo hacemos para revalorizarle a usted y hacer un servicio a nuestro cine. ¿Un servicio a nuestro cine? yo soy un simple profesor de universidad que de vez en cuando graba cuatro escenas con sus amigos, así que no traten de cargarme con la salvación de eso que llama nuestro cine porque mi único cine, ése sobre el que habré de rendir cuentas, es el que sale de mi cámara, ningún otro. Fabregat se levanta. Con aquel gesto trata de indicar que, si nadie dice lo contrario, todo lo que tenía que decirse ha quedado dicho. Que yo saliera ganador en Venecia fue pura casualidad, porque ni soy el mejor, ni soy el abanderado de nada, y mucho menos soy un producto del mercado que haya que revalorizar. Léase el guión, por favor, se lo ruego, dice Horcajadas como el aprendiz que trata de reivindicarse. ¿El guión, dice?, con el resumen que me ha hecho Bernárdez tengo suficiente. El perjudicado por el cambio de su apellido no tiene arrestos de corregirle. Esa opereta que me traen, sigue Fabregat desbocado, en la que un chef de la alta cocina celebra su última cena en un restaurante de la Costa Brava no está hecho para mí, yo no sé hacer cosas entretenidas, como ustedes dicen, lo siento, pero este asunto no nos llevaría a ninguna parte. Le prometo que la película será un éxito. ¿Y? Lo dice el algoritmo. ¿El algoritmo, qué algoritmo?, pregunta Fabregat tocado ahora por la curiosidad. Vuelve a sentarse.

Horcajadas se adelanta a su superior y explica con orgullo y todo detalle, quizás con demasiado orgullo y demasiado detalle, que el algoritmo es un programa informático de última generación que sugiere diversas tramas y títulos posibles en base a algunos filtros como el tema, el público potencial o el género, y que tanto vale para el cine como para la literatura o el teatro. ¿Me quiere decir que el título lo decide una máquina?, pregunta Fabregat con incredulidad. Por supuesto que no, corrige Meléndez. Claro que no, la última palabra es siempre la de los de márqueting, completa Horcajadas. ¿Y se puede saber como se llamará esta opereta? «Líbranos del amor», contestan al unísono.

SINOPSIS|

Ulises Fabregat, profesor y director de cine, se instala en un hotel de l’Escala para pasar sus vacaciones. Lleva más de cuarenta años yendo allí, pero desde hace dos lo hace sin Susana María. Durante los meses del curso académico, mantiene a raya una inercia rigurosamente calculada que trata de no alterar ni en verano. Sin embargo, su hija Teresa y su amigo Marcello –éste, además, colega de universidad y protagonista de alguna de sus extrañas películas– desembarcan en el hotel para hacerle compañía, sin saber que se van a convertir en una amenaza para su calculado equilibrio cotidiano.

Fabregat les prohíbe hablar de cine y de Susana María. Sin embargo, los problemas matrimoniales de su hija y la aparición de Mireia, la joven amante de Marcello, hará que los recuerdos, los olvidos y las nostalgias afloren. Pero también en la vida –que Fabregat querría mantener embalsamada– a través del oleaje manso de las mañanas de un agosto mediterráneo.

Líbranos del amor se teje en pequeñas historias personales que interpelan al espectador sobre el arte y la belleza, el amor y el olvido, bajo los cálidos atardeceres del verano ampurdanés. El lector descubrirá los restos del caleidoscopio de la vida en interminables paseos por las ruinas de Empúries, o desde la cubierta de la barca del pescador Pere, o desde la moderna terraza de la cafetería del hotel. Las fragmentos los hallará en el relato, pero también en las extrañas reflexiones de un narrador que, saltándose cualquier jerarquía, irá esparciendo en el texto y sus cunetas.

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