Capítulo I
“La vida es como tocar, a veces suena desafinada y otras veces melodiosa, así que, llámenlo oportunidad»
Aún recordaba las palabras que el médico le dijo a mamá cuando Fara, mi hermana, fue diagnosticada. Comencé a meditar en ese hecho a los diez años, deseando encontrar detrás de ellas el significado oculto que aquel médico podía decir y comprender. Al principio, supuse que sus palabras ininteligibles habían sido un modo de dar consuelo a mis padres, no obstante, el peso de la noticia terminó sumergiendo el matrimonio de mamá y papá en una vastedad de la que no hubo retorno a la superficie.
Abrí los ojos durante un minuto, pensaba que si los mantenía cerrados la mayor parte del viaje retendría las lágrimas y estas no me avergonzarían enfrente de John, sin embargo, no era tan fuerte como creía. Alcé la vista y me tropecé con sus ojos marrones iguales a los míos; nos observaba por el retrovisor, pero sentí que el peso de su mirada se demoró más en mí y, en ese minúsculo instante tuve la impresión de que la luz roja del semáforo tardó en cambiar a verde. Por el movimiento de los músculos de su rostro supe que iba a decir algo pero antes que hablara me coloqué los audífonos del IPod sin escuchar nada. La luz cambió de nuevo y él siguió conduciendo sin volver a mirarnos o siquiera intentar hablarnos el resto del viaje, lo que agradecí. Con un suspiro entrecortado dejé descansar mi cabeza de nuevo en el frío cristal de la ventanilla del auto, perdiéndome en las calles abrazadas a un velo de lluvia y al inquietante silencio que empezaba a hacerme compañía, me abrasé a ese silencio y cerré los ojos.
Los recuerdos persistían nítidos en mi memoria, los detalles y el dolor seguían virginales pese a los años. Todavía podía reparar en mi mente la camiseta arrugada que llevaba puesta John ese día y el hedor a huevos quemados. Esa mañana, cuando bajé a la cocina encontré a mamá llorando, al verme me dio la espalda, no entendía porqué lloraba. Luego vi a John subir su equipaje al maletero del auto, tampoco entendía porqué se iba, me sostuvo con sus manos por los hombros y sin decir una sola palabra se despidió de mí con un beso en la coronilla desapareciendo para siempre.
Sin John en casa parecía que todo se desmoronaba, al menos para mamá lo fue. Los síntomas del autismo empezaban a manifestarse en Fara lo que producía grandes caos en casa, había noches en las que la única forma de dormir era con la radio encendida, sus alaridos e histerias me impacientaban. Mamá me llevaba a todos los controles de Fara procurando recortar gastos innecesarios, consideraba que pagar a una niñera suponía tirar el dinero y así fue como viví parte de mi niñez en salas de espera de hospitales. Después de recorrer distintos psicólogos y probar tratamientos cuyos efectos eran continuamente los mismos, la resolución apareció con el quinto psicólogo, al que mamá insistió en denominar como El ángel. Supongo que se portó como si lo fuera. El quinto psicólogo sugirió la Musicoterapia, explicó que la única manera de aprender a vivir con la sombra del autismo era con la ayuda de un instrumento musical, además de la tolerancia, detallando que la música era una de las terapias sensitivas más efectivas. Fara pasó por un desfile de instrumentos de cuerdas y viento en lo que fue un proceso largo y difícil. Finalmente se decantó por el clarinete.
Un día mientras Fara estaba en sus clases escuché por primera vez la melodía del violín en las manos de la señorita Hui ying, una violinista coreana. Ella estaba ensayando con una orquesta de cámara el Tercer movimiento de Invierno de Antonio Vivaldi en el que ejecutaría un solo, en ese instante me sorprendí conquistada por su maestría e insistí a mamá en que fuera la señorita Hui ying quien me enseñara a tocarlo. Para conseguir los instrumentos prescindimos de muchas cosas, como comprar productos de comida costosos, la televisión por cable y los regalos de navidad. No me importó, hacía que ese hermoso violín fuera más preciado.
La música colocó en contexto los trozos desprendidos de nuestra familia, desde su llegada todo era más fácil y soportable y de alguna forma nos hacía felices, incluso a mamá. La señorita Hui ying me enseñó a tocar y a los trece años ya era segundo violín en la orquesta de cámara del Instituto de Música de Charleston. Hace ya dos años dejó de ser mi profesora, se fue a vivir a Venezuela después de casarse con un contrabajista. Cuando se marchó yo veía al violín con nostalgia y tardé un mes en volver a tocarlo sin derramar una lágrima. Era como mi hermana, aún recuerdo cómo pinchaba con sus dedos la punta de mi nariz cuando me frustraba la afinación o las digitaciones, su paciencia era inagotable.
Hace un par de días mamá se fue a Mumbai, en la India con el quinto psicólogo de quien se enamoró en las sesiones de Fara. El quinto psicólogo es un altruista y hace un año creó el programa “El Mundo Debe Poner Los Ojos En La India”. El viaje a la India implicaba ayudar a niños con problemas de salud y contribuir con vacunas, medicinas, alimentos y ropa a los más desfavorecidos. Cuando empezó a gestarse nadie creía que funcionaría y los pocos que creyeron aportaron pequeñas sumas de dinero y ofrecieron su ayuda física, incluida mamá que era enfermera, supongo que eso lo hacía razonable. Yo no quería ser egoísta con ella ni con los niños de la India, conocía lo importante que somos para ella y con una sola palabra mía jamás se habría marchado, pero entonces cada vez que la viera a los ojos atisbaría en ellos su infelicidad por perder al quinto psicólogo por culpa nuestra. En ese momento aprendí que el autismo no era una limitación sino una condición, y esa condición no podía limitar a mamá, ya le había costado su matrimonio. Así que a regañadientes accedí a quedarnos con John después de siete años sin saber de él. Además, perder al quinto psicólogo habría sido un error, él era como el sol a primera hora de la mañana: cálido y acogedor. Su personalidad despreocupada y gentil hacía que nuestra desgarrada familia pareciera completa con su llegada. Se portaba como si fuera nuestro padre, incluso para Fara, fue una sorpresa para todos cuando de pronto un día ella lo abrazó por la espalda y ese minúsculo acto quedó colgado en el tiempo y en mi memoria; mamá guardó silencio y se unió a ellos. Yo quise unirme también pero mi timidez lo impidió y de alguna forma me daba miedo exponerme y salir lastimada; aunque nunca lo abrasé, sabía que hacerlo era como abrazar una pequeña parte del mundo. Jamás olvidaría aquel día, lo atesoré en mi corazón y esa noche cuando me fui a la cama lloré mucho, pero lloré de felicidad, había encontrado a un padre y él no sabía que había encontrado a una hija.
Cuando llegamos a Boston ya era de noche y todavía llovía, Fara seguía en la misma posición desde que habíamos salido de Charleston: cabizbaja y con la mirada deambulando en sus dedos entrelazados como una planta de hiedra. Alargué la mano para acariciar su dorso pero se removió con tal brusquedad que mi mano cayó de nuevo a un costado de mi cuerpo. Esto no resultará bien. Refuté negando con la cabeza.
John con prudencia nos ayudó con el equipaje, respetando en todo momento nuestro espacio y, de vez en cuando le pescaba observándome de soslayo, su elocuente mirada expresaba lo que su boca reservaba. Coloqué el violín en mi hombro por las correas de seguridad y con la mano llevaba el pequeño maletín que encerraba el clarinete de mi hermana. El departamento era bastante espacioso y prolijo, una orquesta podía dar un concierto en este lugar y aún quedaría espacio para el público. Los muebles grisáceos hacían juego con las paredes arropadas a un amarillo ocre y un blanco lechoso, los adornos estaban hechos de vidrio. Temí por cada uno de ellos. Fara ya había estropeado los últimos platos decentes que teníamos. Nuestra casa era una ratonera en comparación con esto. A John el divorcio con mamá le había sentado bien, su vida aparentaba ser más acomodada de lo que recuerdo que fue en casa. Me pregunté, ¿cómo se podía vivir tan bien y sin embargo nunca recibimos un mísero centavo de él?
El sigiloso silencio reinó como muchas otras veces. Me sentía engorrosa, no sabía adónde o qué mirar, el arrepentimiento fue inmediato y voraz. Disuadí mis cavilaciones a banalidades. Metí las manos en los bolsillos de mi pantalón y permanecí inmóvil con la vista en el suelo. Presentía que si daba un paso más, mis andrajosos zapatos enlodarían el impoluto piso.
John interrumpió el silencio agobiado de él.
— ¿Tienen hambre? —preguntó—. Puedo prepararles algo decente y rico en cinco minutos.
Mi estómago rugió ante el ofrecimiento pero mi orgullo pesaba más que mi apetito. Negué con la cabeza.
—Quizás Fara quiera algo de comer —lo intentó de nuevo.
Me volví para mirarla.
— ¿Tienes hambre? —susurré en su oído.
Sus dedos se anclaron en torno a mi cintura en desaprobación. Negué nuevamente con la cabeza.
—De acuerdo…, deben estar cansadas. Todos lo estamos —su tono fue conciliador a pesar de lo contrariado de su expresión—. Vengan, les mostraré su habitación.
La habitación era friki y remilgada, eso no estaba en discusión, los colores no eran algo que me interesara, pero el magenta, en efecto, no iba conmigo. Era pequeña y austera: una mesa de estudio, una litera contigua a la ventana y un aparador donde seguro nuestra ropa resumida a tres maletas entraría con dificultad, pero entraría. Mi habitación en Charleston no era gran cosa, pero por lo menos tenía mi intimidad, algo más por lo que debía lamentarme.
Como si me adivinara el pensamiento murmuró al tiempo que dejaba nuestras cosas en el suelo:
—Amanda ha escogido el color, pero si deseas cambiarlo solo debes decírmelo.
Amanda era su prometida, aún no la conocía pero mamá me había hablado de ella. Al ver a John después de tanto tiempo fue como conocerlo otra vez. Habían pasado siete años, y cada uno de ellos dejó señales evidentes en su tez de que el irreparable tiempo en realidad había pasado; advertí que en torno a la comisura de sus labios se trazaban líneas fruncidas y su cabello chocolate empezaba a teñirse níveo. Suspiré. No sería necesario realizar cambios permanentes, tenía la resolución que solo permaneceríamos un par de meses con él en tanto llegara la tía Claire de sus vacaciones en Florida, sin embargo, no quería ser irrespetuosa todo el tiempo.
—Gracias —musité sin mirarlo.
—Sé que todo este tiempo has pensado lo peor de mí, pero me gustaría rectificar todo y explicarte algún día como fueron las cosas…
No pude evitar mirarlo con incredulidad.
—A mí me gustaría que me dieras un poco de intimidad —dije con sequedad elevando una mano antes que añadiera algo más.
Rascó su cabeza con el dedo corazón y resopló.
—Si necesitan algo, lo que sea, solo llámame. Estaré en la habitación del frente —murmuró abriendo la puerta—. Buenas noches.
No le aparté la mirada hasta que cerró la puerta tras de sí. Corrí hacia ella y le pasé el pestillo. Me recosté a la puerta hasta que mi reticente respiración se volvió regular. Su sola presencia mancillaba mi cordialidad, no estaba lista para volver a hablarle y de alguna forma… perdonarlo, sabía que eso sería contraproducente.
Escondí mi cara dentro de mis manos y así estuve hasta que Fara me zarandeó por los hombros. La abrasé. Cuando se apartó le concedí una sonrisa tenue.
—Será divertido —le dije encogiéndome de hombros.
—Diiverrtido —dijo de vuelta segundos después.
Asentí.
—Diiverrtido…, Diiverrtido…, Diiverrtido —repitió.
Fara sopesó un poco más la palabra Divertido hasta que acabó por entenderla y eso me dejó tranquila.
—Lo será —deseé, desinflando mis pulmones.
Morfeo no me acompañaba esa noche, así que decidí desempacar todo. Sostuve en el aire el Clarinete y mi Violín y articulé con suavidad:
—Estarán justo debajo de esto —señalé con la cabeza la litera.
Asintió pausadamente con sus ojos grises, inmutables sobre los míos.
Fara se acomodó al borde de la cama y vigiló cada uno de mis movimientos, cuando la miré de nuevo, yacía tendida sobre la cama con la mitad del cuerpo por fuera. Sujeté sus menudas piernas y las metí a la cama después de apartar sus zapatos, y la arropé con la colcha. Le di un beso casto en su ensortijado cabello dorado. Cuando terminé de ordenar la ropa, saqué del interior de la maleta el retrato donde estábamos: mamá, Fara, el quinto psicólogo y yo, tomada la navidad pasada. Parecíamos felices, éramos felices, me corregí.
Sinopsis
Cher Russell y su hermana tienen que mudarse a la ciudad de Boston con su padre, al que no ven desde hacía mucho tiempo, después de que su madre se va a la India. Cher es una violinista y, aunque él no lo mencione, no quiere el futuro de la música para su hija, por lo que Cher encuentra en una cafetería la oportunidad de tocar el violín y ganar dinero extra. Su vida y su música se ven nubladas por un aparatoso accidente que cambia por completo el curso de su universo, en el que debe decidir, si abandonar la música o continuar sin culpas y remordimientos, sin embargo, no todo termina como ella esperaba.
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