—¿Papá, crees que en mi próxima vida, seré blanco y rubio?

Putra miró a su hijo, cuyos ojitos negros se abrían de par en par, expectantes de una respuesta.

—¿Te gustaría nacer en otro lugar Angya?

El niño volteo a mirar por la ventana. A través de las gotas que se derretían en el cristal, el paisaje de arrozales interrumpidos por palmeras parecía inmenso y manso como una culebra verde haciendo la digestión después de un festín. Además la lluvia imprimía una especial calma de película en cámara lenta.

—No lo sé— respondió.

Putra estacionó el coche en el sitio de siempre, saludó a sus colegas de oficio con la mano y abrió el maletero para buscar el cartel. Comprobó el nombre en el teléfono móvil y se aseguró de que estuviese bien escrito. Fueron al área de llegadas internacionales y antes de colocarse en posición le hablo solemne a su hijo:

—Recuerda nada de hablar. A partir de ahora somos invisibles.

El pequeño Angya conocía el ritual. Le gustaba imaginar las caras que hacían juego con los pares de piernas blancas o rojas que desfilaban entre maletas hacia la salida. Se agarraba del bolsillo del pantalón de Putra y no lo soltaba hasta que era reemplazado por la mano de su padre.

En ocasiones apenas les tocaba esperar, pero otras veces, el desfile era tan largo que llegaba a imaginar que los estaban invadiendo, que ya no serían balineses nunca más. Entonces se pondría de nombre Henry y bebería mucha leche para que su piel se tornara blanca y enrojeciera con el sol, como la de ellos.

Putra mira a su hijo mientras sujeta el cartel con fuerza. No le gusta traerlo cuando va a trabajar, pero el niño lo había pedido como regalo de cumpleaños y no se lo iba a negar.Sin embargo, le preocupa que a estos clientes que aceptó a última hora les molestase la presencia de un niño.

Smith. Americanos. Una pareja joven, ella bajita, medio regordeta y con los pies visiblemente hinchados, enjaulados en unas sandalias blancas y él un chico bronceado y atlético se acercan al cartel.

—¿Estás seguro de que nos estarán esperando?

—En eso quedamos.

—¿Y si no están? Teníamos que haber ido a un hotel grande, de esos que tiene shuttle como nos indicaron Mary y John.

—Ahí está el cartel.

En el transcurso del pasillo hacia la salida ella va repasando si trajo todas las pastillas y los ungüentos a la vez de arrepintiéndose de haber seguido a Paul en esta aventura. Si en la Riviera Maya se está tan bien, para qué ir tan lejos por unas olas. Cuando termina el pasillo un hombre moreno, alto como su Paul, y vestido con una camisa blanca y jeans les recibe sonriente. A su lado, Un niño de unos cinco o seis años los observa con curiosidad. Tan pronto están cerca el niño da un paso al frente y extiende su manita:

—Hola, soy Angya y ¿tú?

—Yo soy Natasha, encantada.

Cuando ella sube la mirada después de saludar al niño, Paul se tranquiliza. Ahora cree que el viaje puede funcionar. Surfear en Bali es uno de los sueños que alberga desde pequeño. Desde aquellos desayunos con papá en el Denny’s de Bercut Drive, justo antes del trayecto a San Francisco.Cada domingo el mismo ritual. El sabor típico de las tortitas interminables y la mirada perdida de su padre fantaseando con Bali frente a una taza de café. Bali era la mejor herencia de papá. Conocía tantos detalles de esa isla, como por ejemplo que uno de los mejores cafés del mundo se producía allí y procedía de las cagadas de unos mamíferos. Ahora sonreía pensando que probaría el café, iría a los templos y a las playas. Si su padre lo viese, estaría orgulloso.

—Soy Paul. Tú debes de ser Putra.

—Encantado. Espero que no les importe que haya traído a mi hijo.

—Que va, me encanta. Es tan guapo— responde Natasha.

Putra voltea y ve a su hijo con orgullo.

—¿Que dice papa?

—Que eres guapo.

—¿Y lo soy?

Putra le revuelve el cabello a su hijo y comienza a contarles a sus pasajeros las opciones de excursión que él ofrece. Cuando llegan al coche, les indica un libro con fotos que reposa en el bolsillo trasero del asiento del conductor. Escucha como los visitantes pasan las páginas del libro entre exclamaciones exageradas.

—¿Es peligroso?— Pregunta ella con el libro en las manos.

—¿Qué cosa?— contesta Putra desconcertado.

—Bali, con tanto musulmán y posibles amenazas terroristas.

—Cariño— le dice Paul y le hace una mueca.

—No te preocupes. Bali es hinduista en su mayoría. El último ataque terrorista fue hace más de diez años. Desde entonces se ha reforzado la seguridad. Nosotros vivimos del turismo, de intentar que la gente se relaje. Estarán seguros.

—¿Lo ves?— refuerza Paul avergonzado.

El resto del trayecto transcurre mientras Putra escucha en silencio, cómo los dos turistas comentan las fotos y sus posibilidades de viaje. Está cansado de este trabajo, pero no tiene muchas alternativas. A su lado, Angya observa los clientes por el retrovisor, qué piel tan blanca y qué cabello tan claro. Quiere aprender a hablar inglés —además de presentarse— para poder comunicarse con todos los clientes de su padre. Cuando sea grande va a ser chofer de gente importante igual que su papá.

—No tenemos que decidir ahora— dice Paul cuando terminan de ojear el libro. Lo coloca en su sitio y agarra la mano de Natasha. Es suave y blanda como ella. Mira por el cristal y se pierde en el paisaje. Se siente como en un sueño infantil, como Peter Pan sobrevolando la ciudad. Va soñando tanto que no repara en que han llegado.

El hotel de Cangoo es justo como lo esperaba. Una señora con una sonrisa mansa y un inglés básico les recibe. Pasan a lado de una especie de ofrendas hechas sobre hojas de palma, cuidadosamente plegadas, e inciensos encendidos junto a un altar con una silla vacía. La señora sonríe nuevamente, toma los datos y los guía a su habitación. Es un recinto no muy grande, con paredes blancas y muebles de madera sólida color oscuro. Al fondo, la pared de ventanales da acceso al balcón con vistas a una playa de arena oscura y reluciente en los destellos de espuma blanca que deja cada ola, a modo de recordatorio de un mar saludable que palpita con fuerza.

Pide dos batidos con espirulina y se sienta en el balcón, primero a ver el atardecer, pero después se fija en Natasha. La observa mientras abre los cajones con aprensión, mientras revisa la cama y el baño. La ve desempacar la bolsa de medicinas y en su mente aparecen dudas como pompas de jabón. Efímeras y numerosas. Mueve la cabeza como si con el gesto las pudiese espantar y vuelve a mirar hacia la playa. Ella no es muy aventurera, pero es buena chica. Cuando sea madre, quizás las cosas cambien.

Natasha termina de desempacar sus cosas y repara en que hay un batido sudando en la mesa del balcón.

—Está esperando por tí, querida— le dice Paul como si pudiese leer su mente.

Paul siempre ha tenido esa habilidad. Entre otras cosas. Es perfecto. A ratos se pregunta cómo es posible que la haya escogido a ella. Dios la ha bendecido.

—¿Lo habrán preparado con agua mineral?— le pregunta a Paul.

—¿Qué?

—El batido. No sé si deberíamos tomar bebidas preparadas. Sería mejor una coca-cola o algo enlatado.

Él sonrió y le respondió:

—No ocurrirá nada. Vamos cielo.

Es tan temerario. Tan aventurero. A su lado, nada malo puede ocurrir. Acepta el batido aunque solo bebe unos tragos. Aquí la espirulina está más amarga. Quizás le ponen otras hierbas. Quizás hasta drogas. Mejor deja de pensar en eso y piensa en Putra y su hijo. ¡Qué modositos! Y hasta hablan inglés. Decidió:

—Paul, tenemos que volver a contratar al chofer de hoy. Pero indícale que por favor traiga a su hijo.

Estaban llegando a casa, cuando a Putra le pitó el móvil. Los Smith quieren que sea su chofer durante los diez días de estancia. Además especificaron “Por favor, lleve a su hijo”.

—¿Qué tal os fue?— pregunta Iriana, la mujer de Putra.

—Me han contratado por los diez días.

—Entonces quedaron contentos— respondió ella.

—¿Quedaron contentos papá? ¿Qué te preguntaban? — dijo Angya.

Putra no quiere hablar. El mensaje le tranquilizó por un lado, pues tendría trabajo asegurado por diez días. Además a estos americanos les cobraría precio completo, pero le inquietó que solicitasen la presencia de su hijo ¿Por qué? ¿Lo veían acaso como una atracción más? ¿Querían fotografiarlo como a uno de los monos de Ubud?

Volvió a la realidad por el olor del té. Iriana le estaba acercando una taza. La recibió y escucho la queja:

—Respóndele a Angya.

—Sí, ¿qué preguntabas hijo?

—¿De qué estaban hablando en el coche?

—A ella le da un poco de miedo este país, tan diferente del suyo.

—¿Qué le da miedo?

—Que le hagan daño y que le quiten sus cosas.

—¿Quién querría hacerles daño o quitarles sus cosas? ¿Y por qué?

Putra no contestó. En cambio miró a Iriana pidiendo auxilio. La madre se acercó a hablar con su hijo mientras la mente de Putra viajó a su infancia, cuando su padre era agricultor y él le ayudaba recolectar el arroz. Él fue un niño sin curiosidad. Abrió los ojos en la juventud. Hasta cierto punto, su hijo era afortunado. Se animó un poco y tomó fuerzas para responder a la pregunta, pero ¿cómo explicarlo?

Vio su estancia abierta, siguiendo los patrones de la zona, reparó en las ranas saltando sin ningún pudor desde el techo hasta las hojas de plátano, los geckos intentando llevarse el bocado de insectos más jugoso, en su propia lucha de supervivencia. Giró su mirada y se fijó en su cocina, cuya encimera estaba hecha con una tabla de madera, cortada por él mismo, y dónde siempre amanecía una araña despistada. Después observo sus ropas sencillas tendidas al atardecer y el ordenador de mesa frente al cual su hija los ignoraba fingiendo hacer los deberes y se vio sin instrumentos para poder explicar. De repente, todas sus pertenecías le parecieron ridículas y diminutas. Sin embargo, sentía una tranquilidad que se le hacía extraña, al saber que no necesitaba nada más. Sonrió y dijo:

—Ellos usan muchas cosas caras.

Madre e hijo lo miraron con sorpresa, y Angya preguntó:

—¿Cómo qué?

—Camisas y teléfonos.

—Nosotros también usamos de eso.

—Sí, pero los de ellos son más caros.

Angya guardó silencio un momento y después volteó a ver a su madre y dijo:

—Eso no es lo que me estaba diciendo mi mamá.

—¿Y qué te decía?

—Que seguro tienen miedo de los musulmanes.

—Eso también. Y ¿te dijo por qué?— preguntó el padre a la vez que miraba a Iriana.

Ella no le correspondía. Sus ojos estaban fijos en el suelo, como si la respuesta a todas las preguntas del universo se pudiese leer en él.

—Porque son muchos.

—Pues ya tienes la respuesta. Tu mamá siempre tiene razón.

Putra pensó que lo había logrado, pero el niño tenía una última pregunta.

—¿Qué quiere decir que sean muchos igual que los comunistas?

Putra volteó a buscar a mirada de Iriana, pero ella se había ido. Estaba hablando con su hija. ¿Por qué remover el pasado? ¿Por qué precisamente con Angya?

—Nada hijo. Ve a ducharte para que cenemos, que mañana tenemos trabajo.

Ve partir a su hijo hacia el jardín, a intentar atrapar una rana sin suerte alguna. Llama al perro para que le ayude y al poco tiempo terminan correteando y persiguiéndose entre ellos, mientras la rana reposa en una hoja de plátano. Espectadora de primera fila.

SINOPSIS

¿Es cierto aquel cliché que afirma que todos los viajes te cambian? Y de ser así, ¿Cómo?

Una joven pareja americana decide pasar diez días en Bali y contrata un chofer para que les lleve a todas las “atracciones turísticas”. El chofer lleva a su hijo de seis años, lo que abrirá paso a una convivencia que no es usual en este tipo de servicios.

Los americanos son católicos (al menos ella lo es) y los balineses son hinduistas. Las diferencias ideológicas, políticas y de objetivos vitales se verán puestas en tela de juicio para cada uno de los personajes gracias a la convivencia y a las preguntas inocentes que el niño plantea.

El narrador ayudará a ahondar en las diferentes perspectivas de cada uno. Nadie sale indemne de este viaje.

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