Ya casi era de noche, en las ventanas de los edificios más altos se reflejaba el último suspiro del sol antes de desaparecer. Héctor sentía que tenía diez años más encima, le dolía el cuerpo y se sentía muy cansado. Su trabajo le disgustaba, y aún así, no podía dejar de pensar en el caso del día. “¿Y si fuera mi hija?”, se preguntaba mientras largaba el humo del cigarrillo y lo veía ascender furioso hacia la noche.

Últimamente se sentía derrotado, como si la vida fuera sólo caos y nunca nada saliera bien. Tal vez era el invierno, las calles vacías, los árboles sin hojas, la idea de llegar a su departamento y estar solo. Justamente por eso se había sentado afuera del café “A clavito y a canela”, para demorar aquel momento trágico: el instante preciso en que abre la puerta y todo está silenciosamente oscuro. Estela le había dicho que estaba loco por sentarse afuera, aunque un poco lo entendía porque su hijo solía salir a fumar aunque afuera hiciera un frío ruso.

Héctor miraba la libreta donde había anotado los datos más relevantes, y se hamacaba en la silleta de Coca-cola entre pitada y pitada. Entre el gris divisaba una habitación, vidrios rotos, sangre. Eso le sugería pelea, tal vez Inés había tratado de defenderse con lo que tenía a mano: un vaso, o puede que con eso la habían herido. Pronto lo sabría, cuando tuviera el análisis del ADN, mientras tanto nadaba entre humo y suposiciones.

Estela dejó la taza de café a la derecha de su brazo y lo sacó de sus pensamientos. Esta vez no había oído el tintinear de sus pulseras al caminar, ni siquiera oyó el ruido de la puerta abriéndose. Esta vez casi no le importaba devolverle el afecto que ella daba.

— Tómalo rápido o va a estar frío en dos segundos— dijo con tono de madre preocupada.

— Gracias Estela.

— ¿Seguro que no querés entrar ya?

— Seguro. Estoy bien acá, no te preocupes.

Estela le sonreía comprensivamente y volvía adentro para atender al resto de la clientela habitual. Héctor los miró, estaban bañados por una luz amarrilla que los hacía verse glorificados, hablaban sin parar y parecían no darse cuenta de que el mundo podía ser realmente horrible. Una joven había desaparecido, su hija ya no quería hablarle y el invierno había quemado las plantas de la avenida.

Ni siquiera Estela, tan sensible como era, parecía querer notar el dolor. Su esposo había fallecido tres años atrás pero ella seguía sonriendo siempre, dejando ver sus dientes manchados por el labial que usaba ese día. Había llegado de España a los veinte años, ahora tenía casi 70 y aún seguía diciendo “joder”, “coño”, “ostia”, a pesar de que la “cashe”, la “shuvia” y el “posho” le salían perfectamente argentinos. Arturo y ella habían hecho una fortuna con dos cafeterías, tan bien les había ido que ya no necesitaba trabajar y, aún así, no dejaba de hacerlo. “Antes que al pedo me prefiero muerta, joder” le había dicho una vez. Así que Estela se levantaba a las seis de la mañana, se peinaba, se hacía un rodete y se colocaba una flor de plástico roja o blanca que ocupaba la mitad de su cabeza.Se ponía labial rosa chicle o rojo carmesí, una camisa blanca, una pollera larga, se calzaba unos zapatitos con tacos y bajaba al café a poner en orden las cosas antes de la llegada de su hijo mayor.

Héctor la admiraba, le parecía increíble que no perdiera su fortaleza y que siempre estuviera rodeada de gente. Él, al contrario, había comenzado a beber cada día desde su divorcio y su último cumpleaños lo había pasado en un restaurante solo, porque su hija lo había plantado, y jamás supo por qué. Desde aquel día lo sacó de su vida y ya no le atendía los llamados, ni le respondía los mensajes. Su hija Amanda, que seguramente era lo opuesto a Inés, pero ambas tenían la misma edad y eso las hacía mimetizarse en su mente. Encontrando a Inés tal vez reencontraría a Amanda.

Aunque las pistas que tenía hasta el momento eran poquísimas y extremadamente confusas. Tenía que concentrarse y buscar otro enfoque. Por eso se repitió el día vivido en su cabeza, para rever los datos y encontrar alguna respuesta más clara.

Había llegado a las 12:16hs al Hotel Eva, un edificio viejo y descuidado oculto en una callecita pequeña en el microcentro porteño. Su equipo, elegido y enviado por él, ya estaba ahí. Bajó de su auto y se detuvo a observar la fachada, con sus lentes marrones veía todo sepia y el lugar parecía aún más viejo. No había encontrado fotos en internet, así que ya se imaginaba que el lugar iba a ser un asco. Estaba completamente despintado y tenías manchas negras de humedad en la parte más alta, hasta le crecían plantas en las grietas de las paredes rotas. Calculaba que, por el estilo y aspecto, el lugar se habría construido por 1930 para ser un conventillo. Desde afuera la estructura era: una puerta principal, un balcón principal, dos ventanas a cada lado.

Cruzó la calle y caminó hasta la entrada. Una escalera de mármol y una alfombra roja, sucia y desteñida, lo conducían hacia una puerta de vidrio donde debía tocar el timbre y esperar para ingresar. En la espera descubrió la lucecita roja de la cámara de seguridad en la esquina derecha de la puerta. El portero eléctrico sonó y entró. Subió cinco peldaños más y dobló a la derecha, donde pronto encontró al recepcionista mirando su celular. Detrás de él había un mueble lleno de libros viejos y una placa de madera con las llaves de cada habitación. Extrañamente no había cámaras en ningún rincón. Una maceta pequeña con una tuna ocupaba la esquina del escritorio que los separaba. Carraspeó un poco para hacer notar su presencia y el joven levantó la vista mostrando un falso desinterés.

—Tenés que seguir esa puerta, al lado de la máquina de cafés. La abrís y doblás a la derecha, seguís las escaleras y te vas casi hasta el final. Es la anteúltima puerta— dijo el pibe con un poco de soberbia y un dejo de nerviosismo.

— ¿Vos llamaste a la policía?

— Sí. Yo estuve de turno desde las once de anoche. Suele estar una chica ahora, pero estaba enferma. Ya les conté las cosas a los otros policías, me dijeron que después me tengo que ir a declarar.

Héctor asintió y caminó hacia la puerta. El piso de madera estaba desteñido e inflado en ciertas partes, la máquina de café al lado de la puerta estaba llena de polvo. Más allá había unos sofás de color verde musgo y una mesita ratonera de roble llena de revistas viejas. Decoraba la pared un cuadro gigante de Evita y Perón luego de un discurso. Ella levantando ambas manos en un abrazo al pueblo, él sosteniéndola por la cintura. Ella sonriente, él preocupado. Se quedó observando las manos de Perón mientras giraba el picaporte.

Afuera el paisaje era aún más decadente. Era un espacio rectangular, donde no había ni una planta, todo era gris o blanco. Al fondo se veía una pequeña cocina con un anafe de dos hornallas verdes y una pava vieja encima. Tres columnas finas y de un blanco descascarado, seis habitaciones, seis antiguas puertas vidriadas hasta la mitad con cortinas blancas finas de fondo. Todo estaba semidespintado y el suelolleno de tierra. Por eso cobraban sólo 100 pesos por noche, nadie sin necesidades pasaría la noche en aquel sitio.

Subió las escaleras metálicas observando las puertas de arriba. La segunda estaba abierta, había una mujer dándole la teta a un bebé mientras observaba a los policías trabajando. Dos niños, uno de 4 y otro de 6, jugaban con autitos en el suelo de la habitación. Cuando Héctor cruzó a su lado y la saludó con un “buen día” la mujer pegó un salto asustada e hizo que el bebé soltara la teta y se pusiera a llorar.

— Héctor, estas acá. ¡Qué bueno!- lo saludó desde lejos Diego.

Diego iba a ser el próximo Superintendente de Investigaciones, así que Héctor tenía que formarlo antes de jubilarse y cederle su puesto. Tenía 32 años y parecía de veinte, aún tenía cara de niño. Cabello castaño claro, nariz pronunciada, pestañas largas. De sonrisa fácil y dientes grandes. No era muy inteligente, pero su entusiasmo y persistencia ponían la balanza a su favor.

— Es un caso tan extraño que no sé qué más hacer o por donde seguir. La cosa es así: Martín Gómez, el recepcionista, declaró que a las 10:10hs de la mañana llegó a la habitación de Inés Bruzzone para despertarla y anunciarle que tenía que dejar la habitación. Golpeó alrededor de 5-7 minutos hasta que pensó que a lo mejor la chica estaba desmayada o algo así. Llamó al dueño del Hotel, Hugo Díaz, que lo autorizó a entrar. Buscó la llave de repuesto y probó abrir pero no pudo, dado que la llave estaba puesta con una sola vuelta desde adentro. Así que tuvo que romper uno de los vidrios de la puerta para meter la mano, destrabar e ingresar. Cuando entró no encontró a la señorita en su cama, ni en el baño. Pero todas sus pertenencias estaban en la habitación, y halló vidrios rotos y sangre al costado de la cama. Por eso llamó a la policía a las 10:45hs.

— ¿Por qué demoró tanto en llamar?

— Dijo que su jefe tardó en responder, y que tuvo que volver a llamarlo tres veces, la segunda para romper la puerta y la tercera para contarle la situación. Adentro está María y Damián, ya hicimos el relevamiento fotográfico, el planimétrico y de huellas. Nos queda eso nomás. Podés entrar para echar un vistazo, seguro que ves algo que yo no vi— Héctor lo miró un poco disgustado y caminó hacia dentro de la pieza.

El cuarto era pequeño, tres por tres calculaba. Lo que veía más el llanto del bebé generaban una angustia desgarradora. Techo alto, piso de madera, no había ventanas, ni decoraciones. Sólo una mesa de luz con una mantita tejida, una biblia y una bolsa con un sándwich. Una cama de dos plazas de colchón fino y frazadas manchadas de humedad. En la esquina había una valija grande abierta, la ropa estaba toda desordenada y arrugada. A su lado había un celular, un libro y una billetera perfectamente archivados como pruebas.

— ¿La ropa estaba así cuando llegaron o ese despelota es obra de ustedes?

— Estaba así— respondió Damián.

Alguien que tiende su propia cama de hotel jamás dejaría su ropa de esa forma. Héctor ya presentía que ese caso iba a ser complicado. Evidentemente alguien había estado buscando algo entre las cosas de la chica. Caminó hacia donde estaban los peritos, no quería entorpecer su trabajo pero tenía que ver la sangre. Había pedazos de vidrio en todas partes, el charco de sangre se expandía en círculo perfecto.

— No es mucha.

— No— dijo María— Parece de un corte profundo pero en una zona que no es de riesgo. Más no puedo decir, si tuviéramos un cuerpo sería un trabajo más sencillo.

— ¿Recuperaron algo más aparte de la sangre?

— Es un hotel. Hay cabellos y huellas dactilares en todas partes, los tomamos pero no hay nada muy determinante. Si encontráramos pisadas que no correspondan a la policía bonaerense sería otra historia…

Héctor vio renuncia en la mirada de la mujer, sus ojos le indicaban que daba el caso por perdido. El asintió y caminó hasta el baño. El baño estaba en peor estado que cualquier cosa en aquel horrible lugar, las paredes casi completamente negras, la bañera, el bidet, el inodoro y el lavamanos tenían manchas de óxido, el espejo estaba roto en una esquina y lleno de manchitas plateadas que dificultaban la visión. Salió de ahí sintiéndose desesperado, no había nada que pudiera indicarles qué había pasado. Claramente la chica no se había ido dado que sus pertenencias estaban allí, incluso su celular y ¿qué chico de ahora dejaría su celular? Incluso su hija, que jamás respondía sus llamados, vivía mirando instagram ausentándose y entorpeciendo las posibles conversaciones.

Salió de la pieza y caminó hacia el balcón. El hotel estaba entre un edificio y un supermercado chino, atrás no tenía idea qué había y tampoco podía verlo. Pero desde donde estaba sí podía ver el patio del edificio de al lado, una pared de más o menos cuatro metros separaba un patio del otro.

— ¿Hay algún otro ingreso al hotel?

— No, sólo el de la entrada— respondió Diego con un suspiro.

Miró otra vez a la habitación, y luego observó las dos puertas siguientes. Las piezas estaban muy pegadas, alguien tendría que haber visto u oído algo.

— ¿Ya hablaron con los vecinos?

— Con algunos, otros no están pero van a ser citados. Hasta ahora los que declararon dijeron que habían visto a Inés una o dos veces, que parecía que no pasaba mucho tiempo acá. Ninguno escuchó nada extraño anoche ni vio a nadie sospechoso. El recepcionista dijo que salía temprano y volvía a las nueve la mayoría de las veces. Allanamos todo el lugar, no hay nada.

— ¿Desde hace cuanto estaba acá?

— Cinco días.

Diego y Héctor se miraron buscando respuestas, ninguno de los dos sabía cómo manejar la situación. Iban a tener que esperar hasta en ver en detalle los vídeos de la cámara de vigilancia y tener los informes forenses para saber cómo continuar.

— Hablame de la chica.

— Inés, 26 años, de Rosario. No hay más datos todavía.

— ¿Ya contactaron a los familiares?

— Sí, la madre. Nos costó pero la encontramos. No hablaba con su hija desde hace casi seis años, dijo que no aceptaba su modo de vida, que Inés se fue de su casa cuando tenía 20.

¿Qué modo de vida tan grave podría haber tenido para irse de su casa de tan joven? ¿Podría estar relacionado a su desaparición? Héctor no podía descifrar qué había sucedido. Lo que sí tenía en claro era que los sospechosos más obvios eran los del Hotel. Quizás el recepcionista se había armado esa historia de que la llave estaba puesta y que por eso rompió el vidrio de la puerta para encubrir su propio ingreso violento. ¿Pero cómo la sacó? La cámara iba a delatarlo. Y, además, ¿por qué no eliminar todas las pruebas antes de llamar a la policía?

No había hasta el momento otra forma de entender las cosas. ¿Cómo había desaparecido si la puerta estaba trabada y no había ventanas en la pieza? ¿Por dónde podría haber entrado el agresor al Hotel más que por la puerta principal? ¿Podría haber otra entrada desconocida?

Héctor miró la taza de café llena, le bastó con tocarla para darse cuenta de que tomarla no era una opción. Miró su reloj, eran las 18:50hs. Se había fumado seis cigarrillos en veinte minutos y no había dado más que vueltas y vueltas sobre los mismos pensamientos. Se levantó, agarró la taza de café y la llevo adentro para pagarle a Estela. Cuando ingresó al lugar sintió que la piel le ardía y se le quebraba, el cambio repentino de temperatura era notorio. Adentro había siete mesitas ocupadas y un total de 25 personas, eso más la calefacción encendida hacían el ambiente denso y viciado. Pagó aunque Estela no quería cobrarle, insistió y dejó el billete sobre el mostrador y se dirigió a la puerta sin prestarle atención a lo que ella decía.

Ahora sólo quería llegar a su departamento y descansar, el trabajo era de otros por el resto de la noche. Desde la Dirección de Tecnologías debían controlar la grabación de la cámara de vigilancia, buscar información en el celular y la computadora portátil de Inés. Los de Química legal analizarían las pruebas que tenían. En las morgues debían revisar los cuerpos para ver si alguno coincidía con la descripción de la desaparecida. Ya habían conseguido una fotografía actual de Inés y buscaban la última visualización de la joven para dar una descripción de la vestimenta. Ya tenían casi todas las declaraciones, al menos las más importantes, las del dueño del Hotel y la de Martín, el recepcionista. Para Héctor el día siguiente iba a ser agobiante, examinar la evidencia, lidiar con los medios de comunicación, analizar las declaraciones, estudiar y conseguir más información acerca de Inés.

Sabía que llegaría a su casa y no podría dormir, Inés aparecería a cada instante vagando desorientada por su mente. Hasta el año pasado, eran más de seis mil las personas desaparecidas en Argentina, tres mil docientas mujeres, la mayoría de los casos sin resolver. Héctor no quería terminar su carrera así.

Él iba a encontrarla, cueste lo que cueste.


SINOPSIS:

Héctor, un Policía Judicial de 53 años, se encuentra con el caso más extraño de toda su carrera: mientras se hospedaba en un hotel, Inés (de 26 años), desapareció sin dejar rastros. Las pruebas indican que se trata de un violento rapto, sin embargo, ciertos datos desestabilizan toda hipótesis. La puerta estaba trabada y con la llave puesta desde adentro, y no había ventanas en la habitación; la única entrada posible al hotel era la principal y los registros de la cámara de seguridad no muestran nada inusual; todo el edificio fue allanado y no hay pistas de la joven.

De forma paralela a la investigación, indagamos en la vida de Inés. Descubrimos dónde nació, cómo era su familia, cuáles eran sus pasiones, y, lo más importante: sus relaciones amorosas. Su última novia fue Julia, una artista dedicada y obsesiva, con la que vivió durante dos años. Ella será la clave esencial para entender qué sucedió y poder encontrar, al fin, todas las respuestas.

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