Washington, 1865
El asesino salió de su escondite, justo a tiempo de ver como la espigada figura del Presidente se reclinaba sobre su butaca. Junto a él se encontraba su esposa, otra mujer y en el extremo del palco, un militar, que al percibir movimiento giró su cabeza.
El asesino no dudó. Apuntó y disparó en un solo movimiento. El presidente se desplomó en su sitio, herido de muerte. De inmediato el asesino se dispuso a saltar al escenario, pero al hacerlo la espuela de su bota se enredó en la bandera del Tesoro de la decoración del palco y aterrizó mal sobre su pie izquierdo. Se incorporó a pesar del dolor y comenzó a cruzar el escenario, deteniéndose frente al público que lo observaba sorprendido, creyendo que se trataba de parte de la obra. Blandiendo su arma, gritó:
—¡Sic sempertyrannis[1]! —añadiendo luego: —¡El Sur ha sido vengado!
Luego corrió por el escenario hasta alcanzar la puerta por la que abandonó el teatro. Algunos espectadores se lanzaron en su persecución, pero no lograron atraparlo y volvieron pronto al escenario desde donde pudieron ver como el presidente Lincoln permanecía en su asiento, la cabeza caída sobre el pecho, los ojos cerrados, pero con una sonrisa aún en su rostro, mientras de su nuca chorreaba un líquido oscuro.
Segundos después el capitán David Derickson, jefe de la Guardia Presidencial, entró en el palco cerrando la puerta a sus espaldas. De un vistazo pudo ver como el mayor se inclinaba sobre el cuerpo del Presidente, mientras su pareja se abrazaba con la esposa de Lincoln.
—Apártese del Presidente, mayor —dijo Derickson- —Tome asiento y no se mueva.
Extrañado por estas palabras el oficial miró al jefe de la guardia y vio que empuñaba una pistola. Sin dejar de apuntarle Derickson se dirigió a la balaustrada y observó de reojo el escenario y las filas de asientos. Solo veía a sus soldados.
—Lo siento, mayor —murmuró. Alzó el arma y le disparó en la cabeza, abatiéndole en el acto. En ese momento la esposa de Lincoln se separó de la otra mujer y dijo:
—También a ella, David.
El capitán se volvió y en un solo movimiento apuntó a la joven que, dominada por la sorpresa y el horror, no atinó a realizar ningún gesto de defensa. Derickson apretó el gatillo y la sorda explosión ocultó el grito postrer de la víctima.
Enfundó el arma y acercándose a los cadáveres de quienes había asesinado los colocó lejos del cuerpo del presidente, que aún permanecía en su silla. Dos golpes suaves se escucharon en la puerta. Luego de un instante de silencio se repitieron los golpes.
—Adelante, William —dijo el capitán
Entró al palco un hombre robusto, vestido de paisano pero que denotaba en sus gestos al soldado que era. William Crook, guardaespaldas de Lincoln, se acercó al cuerpo del presidente y sacudiendo la cabeza preguntó:
—¿Destruido?
—Totalmente —respondió Derickson—, tendremos que poner en marcha al quinto Abraham.
—Y avisarle al joven Edison, tiene que empezar a fabricar al sexto.
El guardaespaldas miró con pena a los cadáveres, mientras se limpiaba las manos del aceite que empapaba el cuero cabelludo de Lincoln.
—¿Qué hacemos ahora?
—Lo de siempre —respondió Derickson—. Destruimos el autómata y hacemos que el nuevo Abraham se presente en el Congreso, convocado de urgencia para discutir los intentos de los confederados de desestabilizar a los Estados Unidos por medio de una conspiración. Mientras tanto haremos correr la voz que el Presidente Lincoln se salvó milagrosamente del atentado producido hoy, gracias al mayor Rathbone quien heroicamente entregó su propia vida a cambio de protegerlo. Por desgracia, la novia del mayor fue alcanzada también por un segundo disparo, y falleció como consecuencia de la herida recibida.
Intervino entonces la esposa de Lincoln.
—No hubo dos disparos, los asistentes a la obra o los mismos actores se sorprenderán y harán preguntas.
Crook negó con un simple gesto.
—El pueblo cree lo que nosotros decimos. Después de todo, este es el cuarto autómata que los confederados destruyen, y a nadie se le ha ocurrido pensar en lo afortunado que es el señor Abraham Lincoln.
—Sí que lo es —dijo la Primera Dama—, tan afortunado que yace muerto desde hace más de tres años, por una simple gripe. Caballeros, si no es demasiada molestia, me gustaría descansar.
—Lo siento, Madame —respondió Crook—, tendremos que pedirle que espere algunas horas, hasta que el nuevo Abraham llegue. Luego me encargaré de escoltarla a su residencia.
Se volvió hacia el capitán.
—Pronto, David, arreglemos ese problema. Los planes para la Gran Guerra están muy avanzados. En breve el Congreso aprobará el envío de tropas al Mar Negro. No podemos dejar nada librado al azar.
Berkhire, Gran Bretaña, 1867
Max Webster, vigésimo conde de Foxham, parado frente al espejo, no dejaba de maldecir. Se había levantado temprano con la intención de vestirse antes que su valet se acercase al dormitorio. Había logrado quitarse la camisa de noche y, pese al impedimento de no poder contar con su brazo derecho, vestir los pantalones de montar, las botas adecuadas para esa actividad, camisa y chaqueta para completar el atuendo. Sin embargo, cerrar el cuello y colocarse la corbata era harina de otro costal.
El conde observó con amargura la manga derecha de su chaqueta que, doblada a la altura del codo, dejaba en evidencia la pérdida que había sufrido. Cada mañana era igual, intentaba no pararse frente al espejo que mostraba, con cruel indiferencia, que ya no era un hombre normal. Aunque no hacía falta ese detalle para recordar lo que la guerra le había quitado.
—Permitidme, milord —Marc, su viejo valet, interrumpió sus recuerdos al quitarle de las manos la arrugada prenda. Con gestos rápidos le abrochó el cuello de la camisa y le colocó una nueva corbata. Mientras acomodaba la ropa del conde no pudo menos que decirle:
—Debería esperarme, milord, no olvide que mi función es vestirle.
—No soy un inválido, Marc —respondió éste con voz sorda.
—No han sido esas mis palabras, milord —en el tono de voz del viejo sirviente había un dejo de reproche—. Solo deseo hacer mi trabajo.
El conde bajó la cabeza y respondió con un susurro.
—Lo siento, Marc, no es hoy un buen día.
—No tiene que disculparse, milord. El desayuno ya está servido.
Max asintió y abandonó la habitación para bajar al salón. Marc lo acompañó con el sombrero del conde en la mano.
—¿La condesa ya se ha levantado?
—Hace ya un largo rato, milord. Desayunó temprano y salió a cabalgar.
Se encuentra ya sobre su caballo, rodeado de los otros hombres del regimiento. Le sigue el batallón a su cargo. Cerca Max puede divisar a los dos regimientos de Dragones y los dos de Húsares. En total son casi setecientos hombres, y guiándolos a todos se halla el propio Lord Cardigan. Detrás de ellos se encuentran los regimientos de la Brigada Pesada, a cargo del Lord Lucan. Max sabe, como todos los oficiales del ejército, que ambos comandantes se odian, pero hoy tendrán que dejar sus diferencias de lado y luchar juntos.
Ya las órdenes son transmitidas, ya los oficiales ponen al paso a los caballos. Las filas se organizan y una nueva carga inicia. No era la primera vez que Max lo hace, y como siempre los nervios y la angustia fueron reemplazados por la serenidad y la disciplina. Las tropas rusas se encuentran a más de un kilómetro de distancia, y el reglamento es claro acerca de cómo realizar el ataque: paso, trote y galope, para luego lanzar el “a la carga” cuando pocos metros los separasen del objetivo.
Max siente el impulso de su caballo, los fuertes músculos de la bestia palpitando al incrementar la velocidad. Un silbido resuena en sus oídos cuando toda la Brigada Ligera desenvaina los sables. Y luego escucha las explosiones. Avanzan pendiente arriba, las baterías enemigas vomitan obuses y metralla; a la izquierda y a la derecha los bosquecillos se encuentran erizados de fusiles rusos. Cada segundo parece una hora mientras ve caer, uno tras otro, a casi todos los miembros del regimiento. Sin embargo, la brigada mantiene su formación hasta el fondo del valle, y de forma casi imposible llega al espacio de la batería, la atraviesa y sin dudar un instante baja su sable y mata a dos de los artilleros enemigos. Dejan atrás a los cañones y los pocos sobrevivientes de la Brigada se encuentran con miles de cosacos, listos para la batalla. Max se da vuelta buscando a los regimientos de la Brigada pesada, pero nohay nadie detrás, son solo ellos.
—¡Caballeros, volvamos! — grita Lord Cardigan, y los pocos que se hallan cerca hacen retroceder a sus caballos. A toda velocidad pasan nuevamente entre los cañones y Max vuelve a utilizar su sable. Galopa luego como loco hacia su línea. Pocos lo acompañan, parece que lo va a lograr, hasta que la artillería vuelve a tronar.
—Quizás sea una buena idea un paseo matutino, Marc —dijo el conde, saliendo de sus recuerdos—. Por favor, ordena que preparen mi caballo mientras desayuno.
—Como usted diga, milord.
Max terminó de descender por las escaleras y avanzó hacia el centro de la casa, cruzó golpeando con sus botas hasta llegar al salón principal, y finalmente se encontró en una pequeña habitación con vistas a los jardines. En el aparador se encontraban las bandejas del desayuno. Sobre la mesa estaba aún la taza y el plato donde había comido Lady Margueritte, su esposa a la cual apenas veía.
—Debes casarte, Max —insistía su madre haciendo tintinear la cuchara contra el borde de la taza de té. A su alrededor, las mesas del Monmouth Coffe se hallaban casi todas vacías. —Eres un conde y debes mantener el apellido Webster
—Soy un inválido, madre, ¿necesitas que te lo recuerde?
—¡No te trates con menosprecio! Puedes caminar, puedes hablar, eres bien parecido y eres un conde. Dudo que no consigas una esposa.
—No me casaré por el solo hecho de mantener un apellido, madre. Desposaré a una mujer que quiera estar conmigo, no con el conde. Y mientras no aparezca esa persona no volveré a hablar contigo de matrimonio.
Se sirvió café, ignorando los diferentes platos que antes tomaba en el desayuno. Bebió con rapidez y dejó la taza en la mesa lejos de la vajilla de su esposa. Lady Margueritte, la mujer con quien se había casado cuando no pudo resistir las presiones de su madre, y de la familia de ella, deseosos de unirse a la fortuna del conde.
Max golpeó con el puño sobre la mesa, furioso al pensar como se había dejado convencer y engañar. Se había desposado, y esa misma noche había cumplido sus deberes maritales, pero solo esa noche. No soportaba ver en los ojos de su esposa la compasión.
—Milord, su caballo está listo —dijo Marc desde la puerta del salón.
Max asintió y dando la espalda a su valet abrió el ventanal que daba al jardín y se dirigió hacia las caballerizas.
Era bueno cabalgar. Montado arriba de su alazán favorito, teniendo las riendas en la mano izquierda, sintiendo el viento en su rostro, podía por unos momentos sentir que todo era como antes. Cruzó las colinas disfrutando esos preciosos instantes en que se sentía de nuevo vivo. Nadie podía verlo, nadie sentiría compasión por el inválido, nadie se reiría de él.
El sonido de un caballo interrumpió sus pensamientos. A lo lejos divisó un jinete que se dirigía hacia la mansión. Pese a la distancia pudo ver la habilidad con que conducía su montura, saltando los arroyuelos y los setos. Había algo de salvaje en la forma de cabalgar, como si fuesen solo uno, animal y jinete.
La figura se acercaba a la colina, aunque por la dirección que llevaba no la subiría. Distinguió entonces que quien montaba era una mujer, con un vestido color negro y sus cabellos del mismo color agitados al viento. Era toda una amazona, era una belleza de contemplar, era…
Era su esposa, lady Margueritte. Por poco Max no se cae de la sorpresa. Aunque llevaban casados casi un año, nunca había cabalgado con ella; en realidad ni siquiera la había visto montar. Y por lo que podía observar, lo hacía muy bien.
La figura ya se alejaba. Al acercarse a la mansión vio como refrenaba a su montura, con la intención de llegar cabalgando como una dama. Una sonrisa se dibujó en su rostro, mas enseguida se borró.
¿Qué podía importarle los hábitos de su esposa? Día a día se ignoraban, habitaban la misma casa, no compartían habitación ni cama, y solo cruzaban palabras en el almuerzo o cena, siempre que les fuera imposible evitarse.
Bien, hoy era uno de esos días. Pasaría la mañana y la tarde cabalgando, recorriendo sus campos, atendiendo sus obligaciones como terrateniente. Pero a la noche tendría que vestirse adecuadamente y presentarse a la cena. Por fortuna, faltaban muchas horas para ello.
Hizo girar su caballo dándole la espalda a la mansión y volvió a cabalgar.
A la hora de la cena Max se presentó puntual, luciendo un traje de pantalón y chaqueta oscuros, con el cuello abierto para no tener que pedirle a Marc ayuda. El recorrer sus posesiones le había hecho bien, y se encontraba de mejor humor que lo habitual.
Ingresó al salón y vio que su esposa se encontraba ya sentada en la cabecera de la mesa. Dirigiéndose al otro extremo se acomodó frente al plato ya preparado e hizo un gesto al criado para que le sirviese. La condesa levantó la vista pero no dijo nada. Max se obligó a preguntar:
—¿Habéis tenido un buen día, milady?
—Oh, sí, milord —respondió ella con un tono marcado de sarcasmo—. Igual que ayer, y que antes de ayer, y que el lunes.
Él frunció el ceño, aparentemente su esposa estaba con ánimos de discutir. Dejó el tenedor sobre la mesa y la miró con detenimiento. Sus cabellos oscuros estaban perfectamente peinados, cayendo sobre la nuca dejando a la vista el fino cuello. Su rostro un poco pálido, pero ciertamente bello, con unos ojos negros que parecían relucir a la luz de las velas. Si bien en Londres ya se utilizaba iluminación de gas en las casas, Max no deseaba verse rodeado por las comodidades de los nuevos inventos. Curiosamente, ella no parecía molestarse por esa decisión. Sentada enfrente, con un vestido de noche de fina seda, de color verde agua, lucía un collar de brillantes que le había regalado al comprometerse. Tenía veintiséis años, cuatro menos que él. Era una belleza, y aún no podía entender por qué había deseado casarse con él. Si bien ya era grande cuando se la presentaron, no dudaba que debía haber tenido otros pretendientes, de tanta alcurnia como él.
Se dio cuenta que ella esperaba una respuesta, y su genio se encendió rápido, como siempre le pasaba desde la guerra.
—Lamento, milady, que os aburráis aquí, siempre podéis volver a Londres.
La risa cristalina de ella lo sorprendió.
—No, milord, iremos los dos. Supongo que no habéis olvidado que en diez días se casa Carolyn, y que le prometisteis que iríamos.
El conde enmudeció, había borrado de su mente la boda de su hermana. Desesperado, intentó buscar una salida.
—Dudo que pueda asistir, pero si vos…
—¿Habéis olvidado que, con vuestro padre muerto, sois vos el que debe entregar a la novia?
Max, horrorizado, se imaginó a sí mismo entrando a la iglesia, su hermana tomada de su único brazo, y todo el mundo viéndole como un pobre inválido.
—No creo que pueda hacerlo —balbuceó—, seguramente el padre del prometido de Carolyn…
—Basta, callaos de una vez —interrumpió ella golpeando con la palma de la mano sobre la mesa. Las copas temblaron y por un instante el conde solo pudo pensar que el vino se derramaría. Luego miró a su esposa, totalmente sorprendido.
—Sois la cabeza de familia —continuó ella—, portáis el título del cual toda vuestra familia está orgullosa. Además Carolyn os adora, aunque no logro entender por qué.
Max sintió como su rostro se ponía rojo y empezó a responder:
—No creo, milady, que estéis en condiciones de opinar sobre mi familia.
—Pero sí puedo opinar, ya que soy vuestra mujer. Así que iremos a Londres, seréis el padrino, estaremos en la fiesta y bailaremos toda la noche.
El conde había perdido el habla. Miraba a su esposa que, tranquilamente, seguía comiendo, como si lo que acababa decir fuera lo más natural del mundo.
—No entiendo —murmuró él.
—No es tan difícil —replicó ella levantando los ojos del plato—. Simplemente creo que ya es hora de acabar con este duelo. Y otra cosa, querido esposo, ya basta de esta tontería de milady y milord. Vos sois Max, y mi nombre es Margueritte, aunque prefiero que me llaméis Rita. Es más sencillo, y seguramente sonará muy bien en tus labios.
Una sonrisa alegre brilló en el rostro de ella con sus últimas palabras, y Max se sorprendió queriéndole retribuírsela.
Sinopsis
Una antigua Orden recuerda sus orígenes y decide salir de las sombras para enfrentar el mal en el mundo. Al mismo tiempo, se funda la Compañía Europea de Industria y Cultura, en busca de una mejor calidad de vida para el continente, basada en el uso de la tecnología del vapor, eliminando todo ciencia que pretenda superar al carbón.
Pero la segunda mitad del siglo XIX se ve sacudida por la guerra de Crimea. El conflicto se alarga mucho más de lo que se podía esperar, y nuevas armas son puesta en acción desde ambos bandos. Dirigibles, autómatas, carros de asalto, cañones de fuego, la península es el escenario de una masacre sin fin.
En el otro extremo del mundo, los Estados Unidos del norte buscan destruir no solo al ejército confederado, sino a los propios estados sureños, a fin de apuntar luego al dominio de todo el mundo, liderados por un joven y sanguinario inventor.
[1] Así siempre a los tiranos
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