Fragmentos y Sinopsis
En rigor de verdad, con menor despliegue material y conservando un perfil mucho más bajo, los extraños visitantes estaban trabajando en la zona desde hacía dos días, realizando preguntas y «averiguaciones». Por la mañana de este tercer día el extranjero, comportándose como un Herodes del siglo XXI, exhibiendo una credencial que le abría puertas de modo instantáneo, se había ocupado de coordinar la búsqueda en todos los registros civiles del Valle de Punilla de cualquier anotación correspondiente a nacimientos de ambos sexos ocurridos el 11 de septiembre de 1967. Para su absoluta desazón el resultado había sido nulo.
El extranjero que comandaba el grupo era nada menos que un cuadro del «Nivel IV de Construcción de Realidades» de World Company, directamente implicado en la maniobra de desactivación en Argentina de «La rebelión de los títeres», o indistintamente llamada por Víctor Aníbal, su artífice, «Proyecto Humanista de Superación».
Como contraparte, en una serie de reuniones llevadas a cabo en el Café «Punilla», durante los meses de agosto y septiembre de 1967, un grupo rebelde había sentado las bases para que en Argentina, en conjunción con las profecías de don Orione y de Benjamín Solari Parravicini, sobrevivieran los «eslabones» necesarios que ayudaran a consumar, cruzada la frontera del siglo, distante más de treinta años hacia adelante por entonces, la «Profecía del Hombre de Gris»…
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Aledaño al arroyo El Rosario, casi sobre la ruta nacional, habita el lugar, imbuido en la «Tradición Primordial Universal Fundamental», don Orfelio Ulises, curador secreto del legendario «Bastón de Mando» o «Piedra de la Sabiduría», según potestad de las causalidades del universo. En su pintura de existencia, predeterminada y fatal, no hay lugar todavía para el libre albedrío, que se le viene encima como el futuro y que, como una lluvia de conciencia nueva, lavará los colores de acuarelas y de óleos de ese mundo en el que está aprisionado, situado entre los cuatro límites de la ilusión panteísta…
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La vida de don Guido transcurre como sobre un tobogán por el cual se desliza ataviado de costumbres, hábitos y enviones. Su tiempo es una finita infinitud de veinticuatro horas que se calcan del anverso y del reverso, horas que se planchan y horas que se arrugan… Este tiempo de don Guido no es molino que, a giros de aspas, da lo que se lleva… El tiempo de don Guido está colorido de un azafrán misterioso, diminuto, escondido, intenso, de silueta frágil, que disimula ese otro tiempo de sabor adverso, que sepulta lo temprano, que es partero alumbrador de incertidumbres y testaferro de hechos extinguidos.
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El intelecto de Maggiorino queda grande en el lugar, eso resulta evidente. Aparenta una introversión que no es tal, sino reflejo de la no-reacción de sus interlocutores. Si él fuera jugador de ajedrez, desplazaría la dama y bajaría el percutor del cronómetro, capitalizando la eternidad a favor suyo; pero es jugador en el ámbito del testimonio cristiano y tiene votos que le impiden, entre otras conductas vedadas, mover la dama y accionar percutores.
En los estantes de su biblioteca duermen la siesta y la vigilia Sartre, Heidegger, Kierkegaard y Marcel, entre tantos otros. Medio existencialismo bosteza y se desploma de sueño mientras el pobre cura, con sus ojos despavoridos,examina a los feligreses esperando una vocal, una consonante o, de última, un pecado venial…
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El «Núcleo» está constituido catastralmente por una casi cuadrada manzana salpicada de afligidas casas fantasmales, erguidas a sorprendente buena voluntad de niveles y plomadas. En esas «construcciones», en las que estoicos ladrillos han sido tomados por humedades remotas y fríos de todas las génesis, la vida humana sólo es posible como milagro, como hecho fortuito o en virtud radiante de leños encendidos a perpetuidad y de la imprescindible cálida complicidad de hornallas, calefones y frazadas.
El sol serrano de media mañana pega, rebota, se difunde… Entre mezclas de ocres, los revoques viejos alardean de no caerse y las pocas tejas, de color imposible, cobijan musgos que las sostienen sobre techos que parecen levitar.
Dentro de estas pálidas y arrugadas casas, padecidas de ancianidad eterna y sin remedio, la demolición soberana se engulle lentamente, como un Cronos clemente –sosegado de emergencia y de apetitos– a los viajeros del escurridizo tiempo humano.
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La tuberculosis, vista desde los ojos de la «organización», era una enfermedad extraordinaria, altamente eficiente en términos de réditos de poder. Bastaba que cualquier persona, de cualquier estrato social, que desempeñara cualquier tipo de actividad, fuese «oportunamente» diagnosticada –tuviera o no la enfermedad, o hasta incluso, deliberadamente fuera infectada con el bacilo de Koch– para remitirla al sanatorio de la sierra, donde la logia operante completaba el proceso…
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El buen Maggiorino, que había combatido los mil pueriles problemas de todos los días y de todos los fieles, que había escuchado las enésimas confesiones de pecados veniales; rondado los conventillos habitados por piojos inmortales, ratas invencibles, cucarachas blindadas y hambres puros como su fe, se resquebrajaba ahora cual delicada porcelana china caída desde las nubes.
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Pegado al ingreso del puente de los escalofríos, como no queriendo cruzar el río de la historia, plantado de ventanas herméticamente cerradas al sol por siempre, ostentoso de carteleras que poseían la breve vida de una rosa que a veces, deshojada de arrugas, sobrevivía por unos días como un pimpollo resucitado, el «cinema» del pueblo ofrecía la tentadora e irresistible visita de héroes, divas, estrellas y villanos que andaban por el mundo trasladando sus peripecias.
En aquella esquina que no era de fantasía, con la brisa purísima del arte concebido en la escuela del dolor, el neorrealismo italiano convidaba a veces con la presencia de don Peppone y de don Camilo. Un existencialismo de celuloide inmigrante, conocedor innato de las profundidades del alma humana, depuraba entonces el escaso y rancio vinagre de estériles trifulcas pueblerinas contagiando alegrías, sumando y renovando esperanzas compartidas.
En la pantalla se resolvían las disputas ideológicas y políticas más graves mediante un plato de tallarines crudos o el planificado robo de un par de gallinas cluecas…
… Inocencias todavía no perturbadas por el sistemático accionar destructor de la Logia y la consecuente irrupción masiva en el escenario político argentino de mediocres lectores de Maquiavelo, prostitutos del Bien Común y aventajados abanderados de causas miserables.
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No se sabía si las palabras de Maggiorino se correspondían objetivamente con la Estancia de La Candelaria o si el generoso vino de Caroya estimulaba el recuerdo y la percepción desmesurada de bellezas extraordinarias y plenitudes del Paraíso o sí, como afirmaba:
«Dios habitaba en aquel lugar donde el cielo era de color cielo y la austeridad de un oro color barro».
- Parado al atardecer, casi de espaldas al sol que dudaba en retirarse –dijo Maggiorino– yo he visto a través de las ventanas, que no tienen antes ni después, el firmamento más puro y el sosiego infinito. En el silencio de grillos y chicharras he escuchado luego, como un murmullo gregoriano, la canción del Mesías y, entrando a la penumbra radiante de la capilla, he sentido el destello del sol que permanecía adentro mientras que en la altura exterior ya no estaba…
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Guzzione era afecto a ciertos ineludibles placeres sensuales tales como el salamín picado grueso, el queso Fontina –siempre en pieza grande, claro–, el clásico pan casero con chicharrón, ajo y cebolla, y algún vino dulzón con dones de espumante. De tal regada alquimia, machacada y elaborada en su paladar tolerante como una alacena generosa, extraía el zapatero toda una cosmovisión con la cual entretenía a sus clientes y vedaba el acceso a sus ideales secretos y restringidos, más emparentados con «Sacco y Vanzetti» que con la tabla de picar fiambres y el botellón verdoso casi de litro.
Don Guzzione, que jamás tuvo en suerte siquiera oír hablar del malogrado Menocchio, quemado en la hoguera por hereje, había elaborado –a partir de su fervor extremo por los quesos– toda una formidable teología láctea del orden sobrenatural. Lograba, de tanto oficio remendón, integrar los Misterios, la idea de perfección, el deseo, la pregunta por el origen, el rito de la mesa y hasta el pseudosacramento de la pseudocomunión.
Y no faltaba, en tan golosa ingeniería inspirada y creadora, el momento de la «revelación»: ésta sucedía en el instante exacto en que la cuchilla provocaba aquel característico silbido al penetrar por primera vez la horma de queso ya madura. Entonces el soplo de la vida contenido dentro se dilataba y expandía en olores que llenaban el espacio e irradiaban la promesa de salvación del apetito urgente y la satisfacción, siempre angustiosamente provisoria, del deseo.
En sus lecciones filosóficas de sobremesa, efectuadas en correlación directa con la merma en el nivel de la botella, exponía Guzzione que «los deliciosos agujeros del Fontina» daban por definitivamente concluidas las ideas de Parménides respecto de la nada… Y que, la «prolija y homogénea disposición de los bichos en el Roquefort» constituía una prueba irrefutable de la existencia –y de las apetencias– del demiurgo…
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Vuelos y libertades de pichones varios con destino de polentas a la cacerola que, como pedazos de naturaleza lejana, los niños, viejos y solteronas sin llanuras de verdes ni montañas de otra cosa que la espera, alimentan en las plazas de ciudades tristes por las tardes de plomo, por los grises de ausencias, por las mañanas de migas sustraídas a desayunos del olvido. En el Sanatorio de Salud Mental de Santa María de Punilla existe una ornitología autóctona, plena de gaviotas sin otras arenas que las de toboganes distantes, escondidos en infancias dispuestas como en estantes de escaleras altas e inaccesibles que de vez en cuando emergen en ojos que se miran hacia adentro y que sólo pueden alcanzarse con alas.
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La escasa información política disponible, «tratada y filtrada», transita en alpargatas o en pedales y se nutre normalmente del éter, mediante la onda corta que en vuelo rasante por sobre el Río de La Plata proviene desde Colonia o desde Montevideo haciendo luego escala serrana en las pocas y codiciadas radios «transoceánicas» capaces de recibirlas con fidelidad comunicable.
De vez en cuando, sin regularidad alguna y en razón de razones ignoradas, después de un largo y complicado recorrido por alambiques ancestrales toca puerto y toca tierra y toca la villa la voz e imagen del mismísimo General exiliado.
El líder arriba a las sierras procedente de «Puerta de Hierro» en una filmina Kodak super 8, zarpada desde Madrid en fecha incierta y que, como nitroglicerina, es trasladada con los máximos recaudos…
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El Rosario viene y va, según se mire hacia el este o hacia el oeste desde el puente angosto, situado sobre la Ruta Nacional 38.
Adentrándose el caminante, hacia el rumbo de la naciente del arroyo, abundan los lugares secretos que están al paso de todos y al alcance de nadie: en ellos, Ariadna –de la mirada clara– tiende hilos invisibles que van y que vienen, hacia y desde los misterios que la primavera tiene.
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… Ya le había dicho Víctor que, esa mesa, habría de formar parte de todos sus futuros cumpleaños y de aquella casa, pura y viva como la cal sin apagar, donde la soledad podría refugiarse cuando fueran a buscarla los engrilladores de las últimas soledades a los senderos del bosque, donde por ahora pernoctaba.
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A partir de crónicas inmediatamente posteriores al 11 de septiembre de 1967 –que casi transitaron luego el camino del olvido– se conoce hoy que de la variada concurrencia asistente al cumpleaños de don Guido habían quedado hacia alrededor de la hora 19,30 una veintena de personas en la casa del festejante.
Han podido establecerse sumariamente, además, una serie de circunstancias conexas a la celebración realizada y –no sin precisión carente de vaguedad– la identidad de algunos de aquellos concurrentes que participaron de los últimos y fundamentales instantes de la misma.
Hechos:
El 11 de septiembre de 1967, cumpleaños número cuarenta y ocho de don Guido, durante la celebración realizada en su vivienda de la localidad cordobesa de Villa Bustos, siendo ya avanzada la tarde –habiéndose disuelto el humo de la merienda y la agitación temprana de los asistentes– tuvieron lugar acontecimientos de índole extraordinaria.
Todo comenzó, según fuentes absolutamente dignas de crédito, cuando don Modesto M., vecino de don Guido, con finca establecida sobre calle Artigas sin número, enfermero retirado de la Marina de Guerra y técnico en electrónica, a la sazón de unos cuarenta y cinco años de edad, empuñó decididamente un glorioso bandoneón «Doble A» y ejecutó el vals «Desde el Alma».
Entonces, se estremeció de profundidades el aire de la casa.
Un aleteo cruzó caminos invisibles y no otra que la Lechuza de Minerva se posó sobre el noble aguaribay del patio que ofreció al ave viajera su mejor rama y follaje.
Bajo la atenta mirada de aquellos ojos navegantes de cielos, elocuentes de universos musicales, el vals pareció prolongarse más allá del pentagrama, escapando de su prisión de tinta y de papel, como queriendo perpetuarse a la espera de una cita acordada que se demoraba.
En los vegetales muros medianeros, longevos siempre verdes –habituados a la perennidad de sus afortunadas naturalezas– se sumaban a la atmósfera de vibraciones encantadas. La vida estaba de visita, caminaba y se desparramaba en casa de don Guido como en un movimiento de pliegues y repliegues de pleamares, que arremetían sobre los cuerpos con sensaciones placenteras, mediante las cuales desplegaba su energía y manifestaba su presencia.
La casa misma, íntegra, danzó en sístoles y diástoles que se confundieron con el pulsar armónico y secuencial de una sinestesia primera; ese que acampa en territorios lejanos de la niñez del hombre, en el lugar mismo desde donde nacen luego todas las sonrisas inocentes y se echan a vuelo los escozores del afecto. El sol, ya casi ausente, perduró todavía en una caricia, que se escurría y extendía postrera entre las hojas.
En el último instante de luz diurna, en ese preciso infinitesimal momento, como al sereno resplandor de faroles titilantes, una repentina neblina flotó suspendida sobre la mesa del basalto. Luego emergió, igual que una flor que nace de partículas de luz «La Mujer que está y no todos ven».
Bailó el vals con ella don Guzzione, que ya no era él sino Espartaco. Cedió Espartaco la mano de la doncella luego a Ulises que ya no era tal, sino Melquisedec. Tomó su turno El Grande y Pequeño, transformado en Prometeo y reposó luego esa mujer en los brazos de Maggiorino, que llevaba colocada la tiara de Constantino, como correspondía a Benedicto XIII. También, señor del lugar, se lo vio a don Guido portando sobre su cabeza una corona de laureles, como plateados, y sus manos ceñidas a «La Mujer que está y no todos ven». Ella, al igual que un maniquí vestido de telas vaporosas, contagiaba al aire de cadencias sinuosas y arrancaba del bandoneón alientos escondidos.
Se sumó en algún momento la comedida guitarra criolla al resoplido de aquel «fuelle» jadeante de suspiros, y poco a poco las voces de los presentes abandonaron murmullos y se hicieron canción apenas perceptible…
Como si cada cual, mientras su propio cuerpo dibujaba el vals, cantara hacia el interior de sí mismo:
«Alma, si tanto te han herido,
por qué te niegas al olvido.
Por qué prefieres
llorar lo que has perdido
buscar lo que has querido
llamar lo que murió…»
Todo aquello acontecido en aquel cumpleaños maravilloso no fue magia sino pura verdad en sentido estricto y por si acaso alguien dudara –afirman fuentes no oficiosas– quedó, como constancia, un Edicto dando Fe Real, refrendado por el mismísimo don Guido, metamorfoseado en Carlos V, y rubricado en su Palacio de Villa Bustos, con fecha septiembre de 1967. Todos aquellos que se acercaron a la mesa aquel día y acariciaron el basalto se encontraron en el vals a solas con la Verdad y bailaron con ella las notas musicales del bandoneón, que no calló sino llegada la medianoche, cuando su último latido de dos por cuatro acompañó la voz estremecida de don Paz expirando con el final de «Naranjo en Flor»:
«…Después,
que importará el después,
toda mi vida es el ayer
que me detiene en el pasado.
Eterna y vieja juventud
que me ha dejado acobardado,
como un pájaro sin luz.»
Sinopsis:
En una pequeña villa del interior de la provincia de Córdoba, en la República Argentina, tienen lugar una serie de reuniones durante los meses de agosto y septiembre de 1967…
World Company (W.C.) domina el mundo: bajo sus órdenes las potencias en pugna desplazan peones y juegan a la guerra en puntos distantes del globo.
Para cumplir sus objetivos de largo plazo en el Cono Sur, W.C. ha montado logias operativas con distintas especializaciones. En el sanatorio próximo a la villa, W.C. destacó en el pasado una logia que trabajó –durante la eclosión de las enfermedades pulmonares– en actividades específicas tales como experimentaciones biológicas con seres humanos vivos, desaparición de personas, suplantación de identidades y decomiso de patrimonios.
Perdida la relevancia de las enfermedades tísicas, W.C. utiliza sus influencias para reasignar el sanatorio al tratamiento de enfermedades mentales, e infiltra en él a otra nueva logia con funciones de trabajar psicosocialmente sobre la población a efectos de consolidar el control y sometimiento de la sociedad argentina.
Los protagonistas de aquellas reuniones del ′67, a contramano de acontecimientos ya imposibles de evitar en la Argentina, dejan diseñada una estrategia para ser utilizada en los tiempos actuales del siglo XXI y en correspondencia con la “Profecía del Hombre de Gris”.
Hay un cumpleaños el 11 de septiembre de 1967 en el cual suceden hechos extraordinarios.
Una arremetida del cristianismo primitivo contra los Illuminati cobra sentido y concilia utopías y esperanzas… Los procesos contraculturales y alienantes de la globalización serán enfrentados con la más sutil arma de control social que utiliza el contrincante: la cibernética.
La pólvora de la palabra explotará en las redes sociales y la unión nacional surgirá providencialmente como un acto de Fe colectiva.
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