Entre las sombras, las fotos de los muertos, el olor a coronas de velorio y los espíritus, se crió Venérea. Allí nació y creció hasta que le salieron alas para salir volando…
Capítulo I
Cuando escondió a los gorriones muertos entre las alpargatas de los albañiles, sintió una satisfacción impropia de una niña de cuatro años.
Las plumas mojadas de los pichones, tenían un aroma especial, tan único que podría reconocerlo entre otros animales difuntos.
Se dedicaba a matarlos, tal vez ahogándolos entre sus manos. Nunca supo bien porque hacía eso con ellos.
En el Barrio de Almagro se erguía la parroquia de San Lorenzo. Enfrente, las casonas de una planta albergaban a familias que heredaban por siglos sus paredes. Y en la esquina, asentado y viejo, el bar del “Gallego” que abría la persiana todos los días del año y era el punto de encuentro vecinal masculino, que entre café y copetín contribuía a pasar las tardes tiesas con juegos de cartas y dominó.
La casa de la calle Albarracín estaba asentada a mitad de cuadra. Era su morada, una antigua reliquia de la zona, deteriorada por el paso de las personas que allí vivieron, con amplios balcones pesados, que permitían poder asomarse a la calle, tomando los barrotes como límite entre el afuera y el adentro.
Los largos ventanales de madera estaban vestidos con postigones de metal y manijas redondas que trababan las miradas inquisidoras para no pasar los abismos de las cortinas familiares.
Dando el toque justo entre medio y medio, se asomaba pesada y seria, la puerta de entrada, llena de artística carpintería, un llamador con forma de puño sombrío, que sonaba ante las visitas y el picaporte de hierro negro que imponía respeto al recién llegado.
La gastada escalera de mármol gris blancuzco, casi tiza, se abría en escalones finitos de tanto pasar y pasar, dando entrada a la puerta cancel, que invitaba diariamente a concurrir al patio descubierto, cuadrado, de baldosas frías y ásperas.
Los cuartos tenían la boca cerrada. Cada uno guardaba secretos que nunca serían revelados. Los secretos de la familia dormían entre el sótano y las paredes vestidas con un diseño tan lúgubre como los que las habitaban.
La abuela Teresa era la soberana de ese matriarcado inundado de mujeres y niñas. Los silencios bajaban desde su delantal, subían por sus anteojos oscuros y cuadrados y formaban miradas amenazantes. Y así, iban quedando en los cuerpos de todos. Enfermándolos.
Lidia, la hija mayor, era la voz cantante. La intérprete de esa casta. Desde su obesidad bien sostenida por fajas y corpiños, obedecía las órdenes de su madre y de paso, imponía las propias. No sabía cocinar, ni tomar el colectivo. Pero con su cara porcina, podía mandar a todos y a cada uno para satisfacer sus deseos y necesidades. Se había casado vistiendo estricto luto, con Marcelo. Su primer novio, su único marido y el culpable de dejarla viuda. Tuvo a un muerto que no cargó sobre sus espaldas. Nunca.
Los dormitorios formaban una fila. Todos en la misma ala de la casa. Todos mirando al patio. Las puertas de doble hoja se abrían sólo por las mañanas de primavera y las persianas de madera, estaban la mayor parte del día cerradas, para evitar la luz del sol.
Pero se comunicaban entre ellos. Y así, las niñas corrían entre un dormitorio y otro, hasta llegar al comedor.
Venérea, la mayor y su hermana Silvita vestían iguales. Sus cabellos tenían el mismo corte y los zapatitos medio punto, de igual estilo, cuidaban su andar. Los juguetes que recibían anualmente en Nochebuena, Reyes y día del niño eran idénticos pero de diferente color. La abuela decía que era mejor así. Y entonces se evitaban los celos entre ellas.
Venérea no se llevaba bien con su hermana Silvita. Pero dormían juntas, se bañaban juntas y jugaban en la hamaca roja de madera llena de mariposas, juntas.
Mamá Rosa se encargaba de calentar la cocina. Cada vez que tenía que bañarlas, se cruzaba por el patio con las mudas de ropa, los toallones, las chinelas. Y entonces, las sentaba en la mesada, las desnudaba, y les comenzaba a pasar trapitos húmedos con jabón, por todo el cuerpo, mientras charlaba en comunidad con Lidia y bajaba la cabeza ante la mirada atenta de la abuela Teresa. En esos años grises, la letrina solo se usaba como excusado. Y únicamente los mayores se duchaban con agua fría, mientras cruzaban el enorme bosque de nísperos y gallinas atrapadas.
Venérea tenía tanto miedo de hacer pís en ese cuartucho de dos por dos, de techo de chapa y con un agujero negro, que esperaba la presencia de alguien para que la acompañara. Y de tanto retener su orín, se le hinchaba la panza y le dolía el costado derecho de la ingle. Pero de noche, era distinto. La pelela esmaltada blanca con florcitas de colores, esperaba pacientemente debajo de la cama de Teresa, mientras la de plástico rosa, debajo de las camas de las niñas. Venérea se sentía más tranquila, porque su abuela no cruzaría el jardín sin luz, ni ella tampoco. Le temía a la oscuridad y a las paredes.Y al patio que mediaba los dormitorios de la cocina. Y a los roperos cerrados con llaves de bronce.
Madre Rosa estaba casada con Alfredo. Un cazador y artesano famoso en lo suyo. Solitario y enigmático, pasaba sin ser visto, los almuerzos de domingo, junto a su cuñado Marcelo y Lidia y su suegra Teresa. Los tallarines caseros amasados desde muy temprano, eran obligatorios el día de descanso. Así lo decidió Teresa desde siempre. El tuco con estofado estaba a punto a la una del mediodía y no permitía que nadie mojara el pan, porque le sacaba la gordura. Ella terminaba con el delantal blanco de harina, el cabello gris azulado tieso y las manos pegoteadas. Y entonces, cruzaba el patio con la olla llena y humeante, mientras el repasador se acostaba sobre sus hombros duros.
Era el único día de la semana en que la mesa se abría, se comía en el comedor y se ponía mantel y servilletas de tela. La jarra de vino tinto, el pan cortado en rodajas, los platos de loza y los cubiertos del casamiento de Lidia. La cabecera la presidía la abuela, que era la encargada de servir y controlar que todos comieran. Los hombres a los costados junto a sus mujeres y las pequeñas en el otro extremo, cubiertas por trapos gigantes para no ensuciarse los vestidos. Luego el flan royal con dulce de leche y crema y las charlas de sobremesa que no eran, ya que todos, menos Alfredo, que se iba a dormir la siesta, comenzaban a cabecear con las bocas abiertas, mientras las niñas se reían escuchando los ronquidos y adivinando cual de todos daría la cara primero, dentro del plato. Y así, terminaba un domingo más, sin plaza ni parque ni cine ni calesita.
La televisión a transistores, pasaba películas de miedo que eran compartidas por todos. Silvita y Venérea, sentadas al lado de mamá Rosa, miraban con terror las escenas en la cocina que estaba a oscuras, para no gastar luz. Toda la casa estaba apagada. Y tenían que cruzar el patio para ir a dormir. Salían corriendo asustadas junto con la tía Lidia, la abuela Teresa y mamá Rosa. Intentaban abrir rápidamente la puerta para pasar al comedor y estar seguras. Los hombres, ya estaban dormidos.
Las dos hermanas compartían el sueño con la abuela. La cama del costado se abría y allí se acostaban. Junto a la pared del fondo, el sofá se convertía en el lugar de descanso de Teresa. Un gran cuadro de marco dorado, iluminaba con una pequeña bombilla de luz tenue, la tormenta de algún mar que estaba pintada de azules profundos. Así dormían. Veladas en colores ocres, entre las sombras de la noche, con los gritos espeluznantes de Teresa mientras peleaba con arañas y víboras en cada pesadilla. Y los pasitos en puntas de pie de mamá Rosa, verificando con el dedo índice en las narices de sus hijas, si respiraban y si no estaban muertas. Venérea y Silvita se hacían las dormidas mientras sentían el aire caliente que chocaba con la mano de su madre. Se morían de miedo. Hasta tenían palpitaciones. Pero se quedaban tan quietas, simulando un sueño plácido, rezando que la noche pasara rápido. Y se tapaban hasta las cabezas para no escuchar los aullidos que salían de la boca de la abuela, cada vez que dormía boca arriba y sin dientes.
La abuela Teresa, las amenazaba con el viejo de la bolsa. Si no hacían caso, ese hombre se las llevaría adentro de ese saco de arpillera que colgaba de su hombro. Era una buena manera de que las niñas se quedaran quietas, obedecieran sus órdenes y mantenerlas en el temor de que podían ser raptadas en cualquier momento.
Venérea y Silvita, cada vez que lo veían por la calle, salían corriendo para la cocina, jurándole a la abuela, que no habían hecho nada malo.
A lo largo de los años, se dieron cuenta que “el viejo de la bolsa”, no era más ni menos que un pobre hombre vagabundo, que recogía basura y la guardaba en un saco de tela gastada.
Marcelo sufría de gastritis. Era el menor de seis hermanos. De madre viuda, se casó con la única mujer que conoció. Vivía a pocas cuadras de la casa de Lidia. Eran vecinos. Trabajó toda su vida útil en una empresa de telecomunicaciones. Era socio del club San Lorenzo y jugaba a las bochas y a las cartas con sus compañeros del club, solo los domingos por la mañana, cuando Lidia se lo permitía. No tenían hijos, pero eran los padres sustitutos de Venérea y Silvita. Lo decidió ella sin consultar. Aun teniendo a mamá Rosa y a Alfredo, las niñas no tenían claro a quién le tenían que hacer caso. Aunque sí sabían que a la abuela Teresa había que respetarla y cumplir todas las ordenes que se le ocurrían. El tío padrino era el dador de regalos, el comprador de tortas de cumpleaños y huevos gigantes de pascua. En las fiestas, se encargaba de hacer un vermut casero, litros y litros en una olla que iba revolviendo con un cucharón. La receta se la llevó a la tumba. Venérea todavía recuerda el sabor de los sándwiches de pavita con pan francés sin costra, y las roscas de reyes tan grandes como ruedas de bicicleta.
Alfredo traía bolsas de arpillera llenas de perdices con plumas y perdigones, liebres todavía calientes y vizcachas. Las dejaba en el patio, junto a la puerta de la cocina. Vestido con su traje camuflado, su sombrero de paño y mugre en la cara y en las manos, salía corriendo para darse un baño, mientras sentía en su espalda las miradas disconformes de las tres mujeres que compartían su vida.
Teresa se arremangaba, sosteniendo el ceño fruncido, y se ponía a desplumar a las aves en crudo. Mamá Rosa la ayudaba, calladita la boca, con el dolor de cabeza que la perseguía a diario. Llorando las lágrimas del descontento de su madre. Lidia ni siquiera miraba. Ella era la incapaz de la familia para esos quehaceres.
Las perdices en escabeche estaban exquisitas, y las liebres, luego de que durmieran al sereno durante una noche, guisadas con vino tinto, eran tan gustosas, que se comían solas. Lidia solo consumía fiambres, pizza y sándwiches de miga triples de jamón y queso. Rosa no las cocinaba. Teresa las preparaba y las repartía en porciones a los vecinos de al lado y a los de enfrente. Alfredo era vegetariano y Marcelo tenía una pequeña ulcera duodenal. Las niñas se rechupaban los dedos.
Venérea se comía los mocos y las uñas hasta sacarse sangre y pus. Masticaba su medallita de oro dejándole pequeños agujeros con los colmillos. Todo lo hacía a solas, por lo general en el zaguán, sentada en algún escalón, recostada en la pared húmeda. Odiaba el olor a cebolla cruda y vomitaba con solo ver un diente de ajo.
Cuando la abuela Teresa veía sus dedos, infectados, hinchados y rojos, la tomaba por el codo, la obligaba a sentarse en el banquito, y le hundía la mano entera en agua casi hirviendo con sal gruesa. Decía que era para sacar la infección. Y luego, le secaba las manos y se las untaba con lo que más odiaba a sus cinco años. El ajo.
Silvita era regordeta, cuidadosa, tranquila y obediente. Tenía toda la paciencia del mundo, hasta para sacar galletitas de la lata. No era traviesa como Venérea, ni tampoco contestaba a los mayores. Por eso era la más querida y preferida de la abuela y de la tía. Zalamera, siempre limpita y con su ropa en orden, lograba lo que quería, amenazando a su hermana, de que si no jugaba, le contaría a madre Rosa que el jarrón del bargueño lo había tirado ella. Y entonces la pondrían en penitencia en un rincón del comedor. Y así entre la furia de la mayor y la risa socarrona de ella, se ponían a correr alrededor de la mesa, para tirarse de los pelos y pegarse hasta que alguna de las mujeres interviniera. Venérea tenía la fantasía de simular un desmayo, pensando que no debía respirar en el piso, y asustaría a su madre que entre grito y grito, la levantaría y así se salvaría de los retos.
Pero de lo que seguro no se salvaban eran de las palizas de madre Rosa, que con la chancleta de plástico en mano, les dejaba las marcas de la suela en la cara. Los zamarreos y los gritos nerviosos las paralizaban. Le temían a su madre. La voz aguda que les penetraba en los oídos, la mirada fulminante ante una mala conducta era suficiente para que ambas se quedaran quietecitas en algún rincón.
Madre Rosa amaba la oscuridad. Su pieza siempre estaba en la penumbra. Debido a que nació con estrabismo, usaba anteojos que a veces le simulaban el desvío del ojo izquierdo. Pero solo a veces. Si se ponía muy nerviosa, hecho habitual en ella, el iris casi desaparecía entre la nariz. Entonces no había que molestarla. Ni hablar en voz alta, ni jugar, ni correr, ni cantar ni pelearse. En el sillón de tela gris, se sentaba lentamente, cubriéndose la frente con un pañuelo mojado, que le tapaba los ojos. Y entonces, se escuchaban sus lamentos, repetidos una y otra vez, con un mar de sollozos de fondo. Se mecía hacia delante y hacia atrás diciendo —Que cruz que llevo, que cruz que llevo.
Lidia y abuela Teresa, les decían a las niñas —no hagan lío que a madre Rosa le duele mucho la cabeza— y entonces las pequeñas se ponían tristes porque su madre estaba enferma y tal vez se iba a morir.
La casa estaba llena de espíritus presentes. Había fotos de muertos dentro de los ataúdes, de los entierros y recuerdos de cintas violetas de las coronas que decían: «tu familia». La abuela Teresa era médium, y hacia reuniones en la casa con otras mujeres de la escuela Basilio. Lidia, era la que vaticinaba el fallecimiento de algún familiar o vecino. Solo verla olfateando y frunciendo la nariz, todos sabían, hasta las niñas, que estaba oliendo a flores de velatorio. Y entonces seguro, alguien se moría. Lo más extraño del caso, era que ella nunca, jamás había asistido a un velorio, ni a entierro alguno y sin embargo sabía cuál era ese macabro olor.
Venérea y Silvita, tomadas de la mano y en fila india, iban por la casa junto a madre Rosa y Lidia, porque todas sentían el mismo temor ante esa muerte anunciada y cuando el teléfono sonaba de madrugada, salían corriendo a atenderlo, verificando que algún tío había dejado esta vida. El olfato de Lidia se cumplía al pie de la letra y entonces se instalaba el insomnio y el miedo, las veinticuatro horas del día durante varias semanas.
Sinopsis
Venérea nace y se cría en medio de una familia enferma y matriarcal. Lucha con sus propios miedos hasta que decide irse de la casa, siendo aún una adolescente. Odia a su madre, a su abuela y a su tía. Extraña a su padre que la abandona siendo niña. Durante gran parte de su vida, busca sustitutos familiares. Vive la persecución militar en los años de la dictadura. Se casa muy joven con un hombre mucho mayor que ella. Es maltratada física y mentalmente y allí comienza su odisea por saber quién es realmente y bucear en sus orígenes. Se pierde en una depresión que la lleva a dos intentos de suicidio. La imagen mística de su infancia, regresa a menudo a través de su familia. La muerte de su tío. Otra pareja de su madre. La vuelta del padre recién salido de la cárcel, provocan tanta inseguridad que decide comenzar terapia, ya al borde del abismo. Sus tantísimas experiencias con otros hombres, la llevan a sentirse querida y no puede dejar a sus amantes. Tiene cuatro hijos con su marido, que la deja embarazada por tener sexo a la fuerza con ella. Decide escaparse con sus hijos menores. Se esconde en otra provincia hasta que el la encuentra. Logra divorciarse y comienza una nueva vida. Pero en su mente siguen rondando los espíritus de otras épocas y no puede callarlos. La muerte de su tía le provoca terror pero también satisfacción. Ella intentó asesinarla en la clínica, pero su tía muere antes. Se hace cargo de su madre, a la que piensa que perdona a ratos. Su reencuentro con su padre, siendo viejo. Se lo lleva a vivir con ella. Allí revive su historia de abandono y decide torturarlo con palabras y actitudes, hasta que él muere en su casa. Pero esa muerte es sospechosa.
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